Servicio diario - 24 de marzo de 2017


 

El Santo Padre indica a los líderes europeos los pilares identificativos para un camino de esperanza
Anita Bourdin

Discurso del Papa a los líderes de la Unión Europea – Texto completo
Redacción

Vigilia de oración en Roma por los 60 años del inicio de la Unión Europea
Redacción

Cardenal Saraiva: sería normal que los dos pastorcitos sean canonizados en Fátima
Sergio Mora

El pésame del Pontífice por la muerte del cardenal Keeler, promotor del diálogo con los judíos
Redacción

Tercera predicación de cuaresma del padre Cantalamessa, con la presencia del Santo Padre
Redacción

Inundaciones en Perú, el Santo Padre dispone una donación de 100 mil euros
Redacción

Francisco a los cuatro años
Felipe Arizmendi Esquivel

Santa Lucía Filippini – 25 de marzo
Isabel Orellana Vilches


 

24 marzo 2017
Anita Bourdin

El Santo Padre indica a los líderes europeos los pilares identificativos para un camino de esperanza

En la Sala Regia del palacio apostólico del Vaticano, en presencia de representantes de las instituciones europeas

(ZENIT – Ciudad del Vaticano, 23 Mar. 2017).- Los pilares de la construcción europea hace 60 años, son los hitos para trazar su futuro y un camino de esperanza, indicó el papa Francisco que además señaló: “la centralidad del hombre, una solidaridad efectiva, la apertura al mundo, la continuación del paz y del desarrollo, la apertura al futuro”.

Sus palabras fueron este viernes en el Vaticano, al recibir a los responsables europeos con ocasión del 60 aniversario de la firma de los Tratados de Roma, el 25 de marzo de 1957.

Es la cuarta vez en cuatro años de pontificado que el papa Francisco ofrece una visión sobre el futuro de Europa, la primera vez en el discurso en Estrasburgo, el 25 de noviembre de 2014; siguiendo por el realizado al Parlamento y al Consejo de Europa; y al recibir el 6 de mayo de 2016 el premio Carlomagno.

El Papa ha evocado a los “Padres de Europa e invitado a los europeos a dejarse “provocar por sus palabras, por la actualidad de sus pensamientos, por el involucrarse apasionadamente por el bien común que los ha caracterizado, por la seguridad de hacer parte de una obra más grande que sus personas y por el gran ideal que les ha animado”.

“Su denominador común ha sido el espiritu de servicio, unido a la pasión política y a la consciencia de que “en el origen de esta civilización europea se encuentra el cristianismo”, sin el cual los valores occidentales de dignidad, libertad y justicia se vuelven completamente incomprensibles”, afirmó claramente el Papa.

El Pontífice ha planteado el tema del futuro, teniendo como fondo de cuadro la crisis: “¿Cuál es la llave de interpretación con la cual podemos leer las dificultades del presente y encontrar respuesta para el futuro? El recuerdo del pensamiento de los padres sería de hecho estéril, si no sirviera para indicarnos un camino” y una “fuente de esperanza”. Y ha señalado para Europa un camino “de esperanza” a partir de los “pilares” identificativos.

El Papa recibió a 27 jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea y a sus delegaciones en la Sala Regia del palacio apostólico del Vaticano, en presencia de representantes de las instituciones europeas.

 

24/03/2017-17:48
Redacción

Discurso del Papa a los líderes de la Unión Europea – Texto completo

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco ha recibido este viernes por la tarde a 27 jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, acompañados por sus delegaciones, con motivo de los 60 años de la firma de los Tratados de Roma, origen de la Unión Europea.
Estaban presentes diversos representantes de los 27 países de la Unión Europea, entre ellos el presidente del Parlamento Europeo, el italiano Antonio Tajani; el presidente del Consejo Europeo, el polaco Donald Tusk, y el presidente de la Comisión Europea, el luxemburgués Jean Claud Junker.
El papa Francisco les recordó que el denominador común en que fue fundada la Unión Europea es “el espíritu de servicio, unido a la pasión política, y a la conciencia de que en el origen de la civilización europea se encuentra el cristianismo, sin el cual los valores occidentales de la dignidad, libertad y justicia resultan incomprensibles.
A continuación proponemos el texto del discurso del papa Francisco.
Distinguidos invitados:
Les doy las gracias por su presencia aquí esta tarde, en la víspera del 60 aniversario de la firma de los Tratados constitutivos de la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica. Quiero manifestarles el afecto de la Santa Sede hacia sus respectivos países y al conjunto de Europa, y a cuyos destinos, por disposición de la Providencia, se siente inseparablemente unida. Dirijo un especial agradecimiento al Honorable Paolo Gentiloni, Presidente del Consejo de Ministros de la República Italiana, por las deferentes palabras que ha pronunciado en nombre de todos y por el trabajo que Italia ha realizado para organizar este encuentro; así como al Honorable Antonio Tajani, Presidente del Parlamento Europeo, que ha dado voz a las esperanzas de los pueblos de la Unión en este aniversario.
Volver a Roma sesenta años más tarde no puede ser sólo un viaje al pasado, sino más bien el deseo de redescubrir la memoria viva de ese evento para comprender su importancia en el presente. Es necesario conocer bien los desafíos de entonces para hacer frente a los de hoy y a los del futuro. Con sus narraciones, llenas de evocaciones, la Biblia nos ofrece un método pedagógico fundamental: la época en que vivimos no se puede entender sin el pasado, el cual no hay que considerarlo como un conjunto de sucesos lejanos, sino como la savia vital que irriga el presente. Sin esa conciencia la realidad pierde su unidad, la historia su hilo lógico y la humanidad pierde el sentido de sus actos y la dirección de su futuro.
El 25 de marzo de 1957 fue un día cargado de expectación y esperanzas, entusiasmos y emociones, y sólo un acontecimiento excepcional, por su alcance y sus consecuencias históricas, pudo hacer que fuera una fecha única en la historia. El recuerdo de ese día está unido a las esperanzas actuales y a las expectativas de los pueblos europeos que piden discernir el presente para continuar con renovado vigor y confianza el camino comenzado.
Eran muy conscientes de ello los Padres fundadores y los líderes que, poniendo su firma en los dos Tratados, dieron vida a aquella realidad política, económica, cultural, pero sobre todo humana, que hoy llamamos la Unión Europea. Por otro lado, como dijo el Ministro de Asuntos Exteriores belga Spaak, se trataba, «es cierto, del bienestar material de nuestros pueblos, de la expansión de nuestras economías, del progreso social, de posibilidades comerciales e industriales totalmente nuevas, pero sobre todo (...) [de] una concepción de la vida a medida del hombre, fraterna y justa».[1]
Después de los años oscuros y sangrientos de la Segunda Guerra Mundial, los líderes de la época tuvieron fe en las posibilidades de un futuro mejor, «no pecaron de falta de audacia y no actuaron demasiado tarde. El recuerdo de las desgracias del pasado y de sus propias culpas parece que les ha inspirado y les ha dado el valor para olvidar viejos enfrentamientos y pensar y actuar de una manera totalmente nueva para lograr la más importante transformación [...] de Europa».[2]
Los Padres fundadores nos recuerdan que Europa no es un conjunto de normas que cumplir, o un manual de protocolos y procedimientos que seguir. Es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad trascendente e inalienable y no sólo como un conjunto de derechos que hay que defender o de pretensiones que reclamar. El origen de la idea de Europa es «la figura y la responsabilidad de la persona humana con su fermento de fraternidad evangélica, [...] con su deseo de verdad y de justicia que se ha aquilatado a través de una experiencia milenaria».[3] Roma, con su vocación de universalidad,[4] es el símbolo de esa experiencia y por eso fue elegida como el lugar de la firma de los Tratados, porque aquí –recordó el Ministro holandés de Asuntos Exteriores Luns– «se sentaron las bases políticas, jurídicas y sociales de nuestra civilización».[5]
Si estaba claro desde el principio que el corazón palpitante del proyecto político europeo sólo podía ser el hombre, también era evidente el peligro de que los Tratados quedaran en letra muerta. Había que llenarlos de espíritu que les diese vida. Y el primer elemento de la vitalidad europea es la solidaridad. «La Comunidad Económica Europea –declaró el Primer Ministro de Luxemburgo Bech– sólo vivirá y tendrá éxito si, durante su existencia, se mantendrá fiel al espíritu de solidaridad europea que la creó y si la voluntad común de la Europa en gestación es más fuerte que las voluntades nacionales».[6] Ese espíritu es especialmente necesario ahora, para hacer frente a las fuerzas centrífugas, así como a la tentación de reducir los ideales fundacionales de la Unión a las exigencias productivas, económicas y financieras.
De la solidaridad nace la capacidad de abrirse a los demás. «Nuestros planes no son de tipo egoísta»,[7] dijo el Canciller alemán Adenauer. «Sin duda, los países que se van a unir (...) no tienen intención de aislarse del resto del mundo y erigir a su alrededor barreras infranqueables»,[8] se hizo eco el Ministro de Asuntos Exteriores francés Pineau. En un mundo que conocía bien el drama de los muros y de las divisiones, se tenía muy clara la importancia de trabajar por una Europa unida y abierta, y de esforzarse todos juntos por eliminar esa barrera artificial que, desde el Mar Báltico hasta el Adriático, dividía el Continente. ¡Cuánto se ha luchado para derribar ese muro!
Sin embargo, hoy se ha perdido la memoria de ese esfuerzo. Se ha perdido también la conciencia del drama de las familias separadas, de la pobreza y la miseria que provocó aquella división. Allí donde desde generaciones se aspiraba a ver caer los signos de una enemistad forzada, ahora se discute sobre cómo dejar fuera los «peligros» de nuestro tiempo: comenzando por la larga columna de mujeres, hombres y niños que huyen de la guerra y la pobreza, que sólo piden tener la posibilidad de un futuro para ellos y sus seres queridos.
En el vacío de memoria que caracteriza a nuestros días, a menudo se olvida también otra gran conquista fruto de la solidaridad sancionada el 25 de marzo de 1957: el tiempo de paz más largo de los últimos siglos. «Pueblos que a lo largo de los años se han encontrado con frecuencia en frentes opuestos, combatiendo unos contra otros, (...) ahora, sin embargo, están unidos por la riqueza de sus peculiaridades nacionales».[9] La paz se construye siempre con la aportación libre y consciente de cada uno. Sin embargo, «para muchos la paz es de alguna manera un bien que se da por descontado»[10] y así no es difícil que se acabe por considerarla superflua. Por el contrario, la paz es un bien valioso y esencial, ya que sin ella no es posible construir un futuro para nadie, y se termine por «vivir al día».
La unidad de Europa es fruto, en efecto, de un proyecto claro, bien definido, debidamente ponderado, si bien al principio todavía muy incipiente. Todo buen proyecto mira hacia el futuro y el futuro son los jóvenes, llamados a hacer realidad las promesas del mañana.[11] Los Padres fundadores, por tanto, tenían clara la conciencia de formar parte de una empresa colectiva, que no sólo traspasaba las fronteras de los Estados, sino también las del tiempo, a fin de unir a las generaciones entre sí, todas igualmente partícipes en la construcción de la casa común.
Distinguidos invitados:
A los Padres de Europa he dedicado esta primera parte de mi intervención, para que nos dejemos interpelar por sus palabras, por la actualidad de su pensamiento, por el apasionado compromiso en favor del bien común que los ha caracterizado, por la convicción de formar parte de una obra más grande que sus propias personas y por la amplitud del ideal que los animaba. Su denominador común era el espíritu de servicio, unido a la pasión política, y a la conciencia de que «en el origen de la civilización europea se encuentra el cristianismo»,[12] sin el cual los valores occidentales de la dignidad, libertad y justicia resultan incomprensibles. «Y todavía en nuestros días ?afirmaba san Juan Pablo II? el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común, tiene idénticos valores cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, que son notas que la caracterizan».[13]
En nuestro mundo multicultural tales valores seguirán teniendo plena ciudadanía si saben mantener su nexo vital con la raíz que los engendró. En la fecundidad de tal nexo está la posibilidad de edificar sociedades auténticamente laicas, sin contraposiciones ideológicas, en las que encuentran igualmente su lugar el oriundo, el autóctono, el creyente y el no creyente. En los últimos sesenta años el mundo ha cambiado mucho. Si los Padres fundadores, que habían sobrevivido a un conflicto devastador, estaban animados por la esperanza de un futuro mejor y con una voluntad firme lo perseguían, para evitar que surgieran nuevos conflictos, nuestra época está más dominada por el concepto de crisis.
Está la crisis económica, que ha marcado el último decenio, la crisis de la familia y de los modelos sociales consolidados, está la difundida «crisis de las instituciones» y la crisis de los emigrantes: tantas crisis, que esconden el miedo y la profunda desorientación del hombre contemporáneo, que exigen una nueva hermenéutica para el futuro. A pesar de todo, el término «crisis» no tiene por sí mismo una connotación negativa. No se refiere solamente a un mal momento que hay que superar. La palabra crisis tiene su origen en el verbo griego crino (?????), que significa investigar, valorar, juzgar. Por esto, nuestro tiempo es un tiempo de discernimiento, que nos invita a valorar lo esencial y a construir sobre ello; es, por lo tanto, un tiempo de desafíos y de oportunidades.
Entonces, ¿cuál es la hermenéutica, la clave interpretativa con la que podemos leer las dificultades del momento presente y encontrar respuestas para el futuro? Evocar las ideas de los Padres sería en efecto estéril si no sirviera para indicarnos un camino, si no se convirtiera en estímulo para el futuro y en fuente de esperanza. Cada organismo que pierde el sentido de su camino, que pierde este mirar hacia delante, sufre primero una involución y al final corre el riesgo de morir. ¿Cuál es la herencia de los Padres fundadores? ¿Qué prospectivas nos indican para afrontar los desafíos que nos aguardan? ¿Qué esperanza para la Europa de hoy y de mañana?
La respuesta la encontramos precisamente en los pilares sobre los que ellos han querido edificar la Comunidad económica europea y que ya he mencionado: la centralidad del hombre, una solidaridad eficaz, la apertura al mundo, la búsqueda de la paz y el desarrollo, la apertura al futuro. A quien gobierna le corresponde discernir los caminos de la esperanza, identificar los procesos concretos para hacer que los pasos realizados hasta ahora no se dispersen, sino que aseguren un camino largo y fecundo.
Europa encuentra de nuevo esperanza cada vez que pone al hombre en el centro y en el corazón de las instituciones. Considero que esto implica la escucha atenta y confiada de las instancias que provienen tanto de los individuos como de la sociedad y de los pueblos que componen la Unión. Desgraciadamente, a menudo se tiene la sensación de que se está produciendo una «separación afectiva» entre los ciudadanos y las Instituciones europeas, con frecuencia percibidas como lejanas y no atentas a las distintas sensibilidades que constituyen la Unión. Afirmar la centralidad del hombre significa también encontrar el espíritu de familia, con el que cada uno contribuye libremente, según las propias capacidades y dones, a la casa común. Es oportuno tener presente que Europa es una familia de pueblos[14] y, como en toda buena familia, existen susceptibilidades diferentes, pero todos podrán crecer en la medida en que estén unidos.
La Unión Europea nace como unidad de las diferencias y unidad en las diferencias. Por eso las peculiaridades no deben asustar, ni se puede pensar que la unidad se preserva con la uniformidad. Esa unidad es más bien la armonía de una comunidad. Los padres fundadores escogieron precisamente este término como punto central de las entidades que nacían de los Tratados, acentuando el hecho de que se ponían en común los recursos y los talentos de cada uno. Hoy la Unión Europea tiene necesidad de redescubrir el sentido de ser ante todo «comunidad» de personas y de pueblos, consciente de que «el todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas»,[15] y por lo tanto «hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos»[16]. Los Padres fundadores buscaban aquella armonía en la que el todo está en cada una de las partes, y las partes están ?cada una con su originalidad? en el todo.
Europa vuelve a encontrar esperanza en la solidaridad, que es también el antídoto más eficaz contra los modernos populismos. La solidaridad comporta la conciencia de formar parte de un solo cuerpo, y al mismo tiempo implica la capacidad que cada uno de los miembros tiene para «simpatizar» con el otro y con el todo. Si uno sufre, todos sufren (cf. 1 Co 12,26). Por eso, hoy también nosotros lloramos con el Reino Unido por las víctimas del atentado que ha golpeado en Londres hace dos días. La solidaridad no es sólo un buen propósito: está compuesta de hechos y gestos concretos que acercan al prójimo, sea cual sea la condición en la que se encuentre.
Los populismos, al contrario, florecen precisamente por el egoísmo, que nos encierra en un círculo estrecho y asfixiante y no nos permite superar la estrechez de los propios pensamientos ni «mirar más allá». Es necesario volver a pensar en modo europeo, para conjurar el peligro de una gris uniformidad o, lo que es lo mismo, el triunfo de los particularismos. A la política le corresponde esa leadership ideal, que evite usar las emociones para ganar el consenso, para elaborar en cambio, con espíritu de solidaridad y subsidiaridad, políticas que hagan crecer a toda la Unión en un desarrollo armónico, de modo que el que corre más deprisa tienda la mano al que va más despacio, y el que tiene dificultad se esfuerce para alcanzar al que está en cabeza.
Europa vuelve a encontrar esperanza cuando no se encierra en el miedo de las falsas
seguridades. Por el contrario, su historia está fuertemente marcada por el encuentro con otros pueblos y culturas, y su identidad «es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y multicultural».[17] En el mundo hay interés por el proyecto europeo. Así ha sido desde el primer momento, como demuestra la multitud que abarrotaba la plaza del Campidoglio y los mensajes de felicitación que llegaban de otros Estados. Aún más interés hay hoy, empezando por los Países que piden entrar a formar parte de la Unión, como también de los Estados que reciben las ayudas que, con gran generosidad, se les ofrecen para afrontar las consecuencias de la pobreza, de las enfermedades y las guerras. La apertura al mundo implica la capacidad de «diálogo como forma de encuentro»[18] a todos los niveles, comenzando por el que existe entre los Estados miembros y entre las Instituciones y los ciudadanos, hasta el que se tiene con los muchos inmigrantes que llegan a las costas de la Unión.
No se puede limitar a gestionar la grave crisis migratoria de estos años como si fuera sólo un problema numérico, económico o de seguridad. La cuestión migratoria plantea una pregunta más profunda, que es sobre todo cultural. ¿Qué cultura propone la Europa de hoy? El miedo que se advierte encuentra a menudo su causa más profunda en la pérdida de ideales. Sin una verdadera perspectiva de ideales, se acaba siendo dominado por el temor de que el otro nos cambie nuestras costumbres arraigadas, nos prive de las comodidades adquiridas, ponga de alguna manera en discusión un estilo de vida basado sólo con frecuencia en el bienestar material. Por el contrario, la riqueza de Europa ha sido siempre su apertura espiritual y la capacidad de platearse cuestiones fundamentales sobre el sentido de la existencia. La apertura hacia el sentido de lo eterno va unida también a una apertura positiva, aunque no exenta de tensiones y de errores, hacia el mundo.
En cambio, parece como si el bienestar conseguido le hubiera recortado las alas, y le hubiera hecho bajar la mirada. Europa tiene un patrimonio moral y espiritual único en el mundo, que merece ser propuesto una vez más con pasión y renovada vitalidad, y que es el mejor antídoto contra la falta de valores de nuestro tiempo, terreno fértil para toda forma de extremismo. Estos son los ideales que han hecho a Europa, la «península de Asia» que de los Urales llega hasta el Atlántico.
Europa vuelve a encontrar esperanza cuando invierte en el desarrollo y en la paz. El desarrollo no es el resultado de un conjunto de técnicas productivas, sino que abarca a todo el ser humano: la dignidad de su trabajo, condiciones de vida adecuadas, la posibilidad de acceder a la enseñanza y a los necesarios cuidados médicos. «El desarrollo es el nuevo nombre de la paz»,[19] afirmaba Pablo VI, puesto que no existe verdadera paz cuando hay personas marginadas y forzadas a vivir en la miseria. No hay paz allí donde falta el trabajo o la expectativa de un salario digno. No hay paz en las periferias de nuestras ciudades, donde abunda la droga y la violencia.
Europa vuelve a encontrar esperanza cuando se abre al futuro. Cuando se abre a los jóvenes, ofreciéndoles perspectivas serias de educación, posibilidades reales de inserción en el mundo del trabajo. Cuando invierte en la familia, que es la primera y fundamental célula de la sociedad. Cuando respeta la conciencia y los ideales de sus ciudadanos. Cuando garantiza la posibilidad de tener hijos, con la seguridad de poderlos mantener. Cuando defiende la vida con toda su sacralidad.
Distinguidos invitados:
Con el aumento general de la esperanza de vida, los sesenta años se consideran hoy como el tiempo de la plena madurez. Una edad crucial en la que estamos llamados de nuevo a revisarnos. También hoy, La Unión Europea está llamada a un replanteamiento, a curar los inevitables achaques que vienen con los años y a encontrar nuevas vías para continuar su propio camino. Sin embargo, a diferencia de un ser humano de sesenta años, la Unión Europea no tiene ante ella una inevitable vejez, sino la posibilidad de una nueva juventud. Su éxito dependerá de la voluntad de trabajar una vez más juntos y del deseo de apostar por el futuro. A vosotros, como líderes, os corresponde discernir el camino para un «nuevo humanismo europeo»,[20] hecho de ideales y de concreción. Esto significa no tener miedo a tomar decisiones eficaces, para responder a los problemas reales de las personas y para resistir al paso del tiempo.
Por mi parte, renuevo la cercanía de la Santa Sede y de la Iglesia a Europa entera, a cuya edificación ha contribuido desde siempre y contribuirá siempre, invocando sobre ella la bendición del Señor, para que la proteja y le dé paz y progreso. Hago mías las palabras que Joseph Bech pronunció en el Campidoglio: Ceterum censeo Europam esse ædificandam, por lo demás, pienso que Europa merezca ser construida. Gracias.
[1] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[2] Ibíd.
[3] A. De Gasperi, Nuestra patria Europa. Discurso a la Conferencia Parlamentaria Europea (21 abril 1954), en: Alcide De Gasperi e la politica internazionale, Cinque Lune, Roma 1990, vol. III, 437-440.
[4] Cf. P.H. Spaak, Discurso, cit.
[5] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[6] Ibíd.
[7] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[8] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[9] P.H. Spaak, Discurso, cit.
[10] Discurso a los Miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (9 enero 2017).
[11] Cf. P.H. Spaak, Discurso, cit.
[12] A. de Gasperi, La nostra patria Europa, cit.
[13] Acto Europeo en Santiago de Compostela (9 noviembre 1982): AAS 75/I (1983), 329.
[14] Cf. Discurso en el Parlamento Europeo, Estrasburgo (25 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 1000.
[15] Exhort. Apost. Evangelii Gaudium, 235.
[16] Ibíd.
[17] Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno (6 mayo 2016): L’Osservatore Romano, 6-7 de mayo de 2016, p. 4.
[18] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 239.
[19] Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 87: AAS 59 (1967), 299.
[20] Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno (6 mayo 2016): L’Osservatore Romano, 6-7 de mayo de 2016, p. 5. [Texto original: Español]

 

24/03/2017-07:35
Redacción

Vigilia de oración en Roma por los 60 años del inicio de la Unión Europea

(ZENIT – Roma).- El 24 de marzo de 2017, en vísperas del 60º aniversario de los Tratados de Roma, una Vigilia de oración promovida por la red de Comunidades y Movimientos cristianos “Juntos por Europa”
Los jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea se reunirán en Roma para conmemorar los sesenta años de la firma de los Tratados de Roma, inicio de la aventura europea de integración que reúne hoy a más de la mitad de los Estados que conforman el continente.
Hoy 24 de marzo, víspera de la fecha del aniversario, los recibe el papa Francisco. Por la tarde a las 19:30, entre las numerosas iniciativas programadas para esas jornadas, “Juntos por Europa” promueve una Vigilia de oración ecuménica en la basílica de los Santos Apóstoles, cerca de la Colina Capitolina.
Intervendrán el cardenal Kurt Koch, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, el Obispo Nunzio Galantino, secretario general de la Conferencia Episcopal Italiana, Andrea Riccardi, historiador y fundador de la Comunidad de San Egidio y Gerhard Pross, actual moderador de “Juntos por Europa”.
Animarán la celebración un coro ortodoxo y uno compuesto para la ocasión por los Movimientos y Comunidades de “Juntos por Europa” presentes en Roma. Una Vigilia que será replicada, con idénticos objetivos, en otras 34 ciudades europeas, de Lisboa a Szeged, de Bruselas a Matera.
La finalidad de la iniciativa es testimoniar que comunión, reconciliación y unidad son posibles entre los pueblos del continente. Lo demuestra el camino recorrido desde la posguerra hasta hoy, con las múltiples realidades que han surgido a nivel europeo, impensables durante siglos y acarreadoras de paz, de visión de un destino común y de prosperidad.
Testigo de todo esto es también “Juntos por Europa”, una red de Comunidades y
Movimientos cristianos de varias Iglesias –más de 300 difundidos en todo el continente– que, tan varios como son las culturas, las lenguas y las regiones de Europa. Entre ellos
se encuentra el Movimiento de los Focolares, que es, junto con otros, su promotor desde el inicio, la Comunidad de San Egidio, Schoenstat y tantos otros.
En una mesa redonda organizada por el Consejo Ecuménico de las Iglesias y por el Movimiento de los Focolares, Pasquale Ferrara, embajador de Italia en Argelia, sostuvo que hoy en Europa, más que hablar de referencias a las propias raíces cristianas, es necesario producir juntos «frutos cristianos». Y presentar, como parte de la solución, «la “regla de oro”, que nos invita a hacer a los demás lo que nos gustaría nos hicieran a nosotros mismos». Dicha regla – afirmó Ferrara – «no expresa sólo un valor ético, sino que asume una dimensión política, en cuanto nos impulsa a replantear la naturaleza y el carácter de la comunidad política».
“Juntos por Europa” se revela como uno de los sujetos capaces de interpretar esta dimensión, inspirando y motivando a personas de distintas generaciones y comunidades, pertenecientes a los pueblos de Europa de forma transversal, para que encarnen en lo cotidiano los valores de justicia, acogida, paz. Un importante hito para poner en marcha aquella «Europa familia de pueblos» que, en las palabras del papa Francisco en ocasión de la entrega del Premio Carlo Magno, es «capaz de dar a luz un nuevo humanismo basado en tres capacidades: la capacidad de integrar, capacidad de comunicación y la capacidad de generar».

 

24/03/2017-14:15
Sergio Mora

Cardenal Saraiva: sería normal que los dos pastorcitos sean canonizados en Fátima

(ZENIT – Roma, 24 Mar. 2017).- La canonización de los dos pastorcitos de Fátima, Francisco y Jacinta Marto, probablemente se realizará en el lugar de las apariciones el próximo 13 de mayo. Es la opinión del cardenal portugués, José Saraiva Martins, prefecto emérito de la Congregación para la Causa de los santos.
En una entrevista a la Agencia Ecclesia, el purpurado declara: “No sería nada de extraordinario” si la fecha fuera fijada por el próximo consistorio fuera el 13 de mayo, y en el lugar de la Cova de Iría, donde sucedieron las apariciones de la Nuestra Señora a los pastorcitos.
El Santo Padre de hecho estará en Fátima por el centenario de las apariciones marianas. “Pienso sea normal que el Papa aproveche de la visita a Fátima -indica el cardenal- para presidir la canonización de los dos pastorcitos, porque es el lugar más apropiado”.
De acuerdo a las reglas las beatificaciones son celebradas en los países de pertenencia de las personas elevadas a los altares, en cambio las canonizaciones, como en el caso de los pastorcitos, suelen ser celebradas por el papa en San Pedro. En este caso es verosímil una excepción. El consistorio en el cual los cardenales darán el ‘placet’ al Papa será el 20 del mes de abril.

Leer también:
El Papa aprueba los milagros que volverán santos a Jacinta y Francisco Marto, videntes de Fátima

 

24/03/2017-13:49
Redacción

El pésame del Pontífice por la muerte del cardenal Keeler, promotor del diálogo con los judíos

(ZENIT – Ciudad del Vaticano, 24 Mar. 2017).- El santo padre Francisco envió un telegrama de pésame por el fallecimiento el día de ayer 23 de marzo a los 85 años, del cardenal William Henry Keeler, arzobispo emérito de Baltimore (Estados Unidos de América).
El purpurado fue muy activo en la promoción de un diálogo auténtico entre católicos y judíos, y participó como perito en los trabajos del Concilio Vaticano II.
Se empeñó además en la evangelización y educación católica, así como en la defensa
de la vida, de la familia y de los ‘sin techo’. El papa san Juan Pablo II lo elevó a cardenal en el consistorio del 26 de noviembre de 1994.
“Profundamente entristecido al saber de la muerte del cardenal William H. Keeler, le doy mi más sentido pésame a usted y al clero, a los religiosos y a los fieles laicos de la arquidiócesis”, escribe el papa Francisco al actual arzobispo de Baltimora, William Edward Lori.
Expresó además su ‘gratitud’ por los años “de devota dedicación del cardenal Keeler al episcopado, en las iglesias locales de Harrisburg y Baltimore, por sus años al frente de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos y por su compromiso de larga data con el diálogo ecuménico e interreligioso”.
Y concluye indicando: “Me uno a vosotros para encomendar el alma de este sabio y amable pastor al amor misericordioso de Dios nuestro Padre celestial. A todos los que lloran al fallecido cardenal en la segura esperanza de la Resurrección, imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de consolación y paz en el Señor”.

 

24/03/2017-13:31
Redacción

Tercera predicación de cuaresma del padre Cantalamessa, con la presencia del Santo Padre

(ZENIT – Ciudad del Vaticano, 24 Mar. 2017).- El santo padre Francisco asistió este viernes a la tercera predicación de Cuaresma, realizada por el predicador de la Casa Pontificia, el sacerdote capuchino Raniero Cantalamessa.

El tema de la meditación realizada en la capilla Redemptoris Mater fue: “Nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ sino en el Espíritu Santo’

La cuarta y quinta predicación serán los próximos viernes 31 de marzo y 7 de abril de 2017

Primera predicación de Cuaresma del padre Raniero Cantalamessa

Segunda predicación de cuaresma del capuchino Cantalamessa. El Santo Padre participa

 

TEXTO COMPLETO DE LA TERCERA PREDICACIÓN DE CUARESMA

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Cuaresma 2017, tercera predicación

El Espíritu Santo nos introduce en el misterio de la muerte de Cristo

1. El Espíritu Santo en el misterio pascual de Cristo
En las dos meditaciones precedentes, hemos tratado de mostrar cómo el Espíritu Santo nos introduce en la «verdad plena» sobre la persona de Cristo, haciéndolo conocer como «Señor» y como «Dios verdadero de Dios verdadero». En las restantes meditaciones nuestra atención, desde la persona, se desplaza a la obra de Cristo, desde el ser al actuar. Trataremos de mostrar cómo el Espíritu Santo ilumina el misterio pascual, y en primer lugar, en la presente meditación, el misterio de su muerte y de la nuestra.
Apenas publicado el programa de estas predicaciones de Cuaresma, en una entrevista para L’Osservatore Romano, se me ha dirigido esta pregunta: «¿Cuánto espacio para la actualidad habrá en sus meditaciones? He respondido: Si se entiende «actualidad» en el sentido de referencias a situaciones o acontecimientos en curso, temo que haya muy poco de actual en las próximas predicaciones de Cuaresma. Pero, en mi opinión, «actual» no es sólo «lo que está en curso», y no es sinónimo de «reciente». Las cosas más «actuales» son las eternas, es decir, las que tocan a las personas en el núcleo más íntimo de la propia existencia, en cada época y en cada cultura. Es la misma distinción que hay entre «lo urgente» y «lo importante». Siempre estamos tentados de anteponer lo urgente a lo importante, y lo «reciente» a lo eterno». Es una tendencia agudizada especialmente por el ritmo apremiante de las comunicaciones y la necesidad de novedad de los medios de comunicación
¿Qué hay más importante y actual para el creyente, e incluso para cada hombre y cada mujer, que saber si la vida tiene un sentido o no, si la muerte es el final de todo o, por el contrario, el inicio de la verdadera vida? Ahora bien, el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo es la única respuesta a tales problemas. La diferencia que hay entre esta actualidad y la mediática de las noticias es la misma que hay entre quien pasa el tiempo mirando la estela dejado por la ola en la playa (¡qué será borrada por la ola siguiente!) y quien levanta la mirada para contemplar el mar en su inmensidad.
Con esta conciencia meditemos, pues, el misterio pascual de Cristo, comenzando por su muerte en cruz. La Carta a los Hebreos dice que Cristo «movido por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios» (Heb 9,14). «Espíritu eterno» es otro modo para decir Espíritu Santo, como atestigua ya una variante antigua del texto. Esto quiere decir que, como hombre, Jesús recibió del Espíritu Santo, que estaba en él, el impulso para ofrecerse en sacrificio al Padre y la fuerza que lo sostuvo durante su pasión.
Sucede para el sacrificio como para la oración de Jesús. Un día Jesús «exultó en el Espíritu Santo y dijo: “Te bendigo, Padre, Señor del cielo y tierra”» (Lc 10,21). Era el Espíritu Santo que suscitaba en él la oración y era el Espíritu Santo quien lo impulsaba a ofrecerse al Padre. El Espíritu Santo que es el don eterno que el Hijo hace de sí mismo al Padre en la eternidad, es también la fuerza que lo impulsa a hacerse don sacrificial al Padre por nosotros en el tiempo.
La relación entre el Espíritu Santo y la muerte de Jesús la pone de relieve sobre todo el evangelio de Juan. «No había todavía Espíritu —comenta el evangelista a propósito de la promesa de los ríos de agua viva— porque Jesús todavía no había sido glorificado» (Jn 7,39), es decir, según el significado de esta palabra en Juan, aún no había sido elevado en la cruz. Desde la cruz Jesús «entregó el Espíritu», simbolizado por el agua y la sangre; escribe, en efecto, en la primera Carta: «Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre» (1 Jn 5,7-8).
El Espíritu Santo lleva a Jesús a la cruz y, desde la cruz Jesús, da el Espíritu Santo. En el momento del nacimiento y luego, públicamente, en su bautismo, el Espíritu Santo es dado a Jesús; en el momento de la muerte Jesús da el Espíritu Santo: «Después de haber recibido el Espíritu Santo prometido, él lo ha derramado, como vosotros mismos podéis ver y oír», dice Pedro a las multitudes el día de Pentecostés (Hch 2,33). A los Padres de la Iglesia les gustaba poner de relieve esta reciprocidad. «El Señor —escribía san Ignacio de Antioquía— ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada (myron ), para soplar sobre la Iglesia la incorruptibilidad».
En este punto debemos evocar la observación de san Agustín sobre la naturaleza de los misterios de Cristo. Según él, se tiene una verdadera celebración a modo de misterio, y no sólo a modo de aniversario, cuando «no sólo se conmemora un acontecimiento, sino que se hace también de modo que se entienda su significado para nosotros y se acoja santamente». Y es lo que querríamos hacer en esta meditación, guiados por el Espíritu Santo: ver qué significa para nosotros la muerte de Cristo, qué ha cambiado a propósito de nuestra muerte.
2. Uno murió por todos
El Credo de la Iglesia termina con las palabras «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». No menciona lo que precederá a la resurrección y a la vida eterna, es decir, la muerte. Justamente, porque la muerte no es objeto de fe, sino de experiencia. Sin embargo, la muerte nos afecta demasiado de cerca para pasarla en silencio.
Para poder valorar el cambio obrado por Cristo en relación con la muerte, veamos cuáles fueron los remedios intentados por los hombres para el problema de la muerte, también porque el hombre intenta hoy «consolarse» con ellos. La muerte es el problema humano número uno. San Agustín anticipa la reflexión filosófica moderna sobre la muerte.
«Cuando nace un hombre —escribe— se hacen muchas hipótesis: quizá sea guapo, quizás sea feo; quizá sea rico, quizá sea pobre; quizá viva mucho, quizá no... Pero de nadie se dice: quizá muera o quizá no muera. Esta es la única cosa absolutamente cierta de la vida. Cuando sabemos que uno está enfermo de hidropesía (entonces esa era la enfermedad incurable, hoy son otras) decimos: “Pobrecillo, debe morir; está condenado, no hay remedio”. Pero, ¿no deberíamos decir lo mismo de uno que nace? “¡Pobrecillo, debe morir, no hay remedio, está condenado!”. ¿Qué diferencia hay si en un tiempo un poco más largo, o un poco más corto? La muerte es la enfermedad mortal que se contrae al nacer».
Quizás más que una vida mortal, la nuestra hay que considerarla como una «muerte vital», un vivir muriendo. Este pensamiento de Agustín lo retomó, en clave secularizada, Martin Heidegger que ha hecho que la muerte entrara con pleno derecho en el objeto de la filosofía. Al definir la vida y el hombre como «un-ser-para-la-muerte», él hace de la muerte no un accidente que pone fin a la vida, sino la sustancia misma de la vida, aquello de lo que está tejida. Vivir es morir. Cada instante que vivimos es algo que se quema, se sustrae a la vida y se entrega a la muerte. «Vivir-para-la-muerte» significa que la muerte no es sólo el final, sino también el fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa. Venimos de la nada y volvemos a la nada. La nada es la única posibilidad del hombre.
Es el vuelco más radical de la visión cristiana, según la cual el hombre es un «ser-para la eternidad». Sin embargo, la afirmación en la que ha desembocado la filosofía tras su larga reflexión sobre el hombre no es ni escandalosa ni absurda. Simplemente, la filosofía hace su oficio; muestra cuál sería el destino humano abandonado a sí mismo. Ayuda a comprender la diferencia que introduce la fe en Cristo.
Más que la filosofía son quizá los poetas quienes dicen las palabras de sabiduría más simples y verdaderas sobre la muerte. Uno de ellos, Giuseppe Ungaretti, hablando del estado de ánimo de los soldados en la trinchera durante la Gran Guerra, describió la situación de cada hombre frente al misterio de la muerte:
«Se está como en otoño en los árboles las hojas».
La misma Escritura del Antiguo Testamento no tiene una respuesta clara sobre la muerte. De esta se habla en los libros sapienciales pero siempre en clave de pregunta, más que de respuesta. Job, los Salmos, el Qohelet, el Sirácide, la Sabiduría: todos estos libros dedican una atención considerable al tema de la muerte. «Enséñanos a contar nuestros días —dice un salmo— y llegaremos a la sabiduría del corazón» (Sal 90,12). ¿Por qué se nace? ¿Por qué se muere? ¿Dónde se va después de muertos? Son todas preguntas que para el sabio del Antiguo Testamento siguen sin otra respuesta que ésta: Dios lo quiere así; sobre todo habrá un juicio.
La Biblia nos refiere las opiniones inquietantes de los incrédulos del tiempo: «Nuestra vida es breve y triste; no hay remedio cuando el hombre muere, y no se conoce a nadie que libere de los infiernos. No hay vuelta de la muerte... Nacimos por casualidad y después estaremos como si no hubiéramos existido» (Sab 2,1ss). Sólo en este libro de la Sabiduría, que es el más reciente de los libros sapienciales, la muerte empieza a ser iluminada por la idea de una retribución ultraterrena. Las almas de los justos, se piensa, están en manos de Dios, aunque no se sabe qué quiere decir esto en concreto (cf. Sab 3,1). Es cierto que en un salmo se lee: «Preciosa es delante del Señor la muerte de sus fieles» (Sal 116,15). Pero no podemos apoyarnos demasiado en este versículo tan explotado, porque el significado de la frase parece ser otro: Dios hace pagar caro la muerte de sus fieles; es decir, es su vengador, pide cuenta de ella.
¿Cómo ha reaccionado el hombre a esta dura necesidad? Un modo expeditivo fue el de no pensar sobre ello, el de distraerse. Para Epicuro, por ejemplo, la muerte es un falso problema: «Cuando existo yo —decía— no existe aún la muerte; cuando existe la muerte ya no existo yo». Ella, pues, no nos concierne. A esta lógica de exorcizar la muerte responden también las leyes napoleónicas que desplazaban los cementerios fuera de la población.
También se han agarrado remedios positivos. El más universal se llama la prole, sobrevivir en los hijos; otra, sobrevivir en la fama: «No moriré del todo (“non omnis moriar”) —decía el poeta latino—, porque quedarán mis escritos, mi fama». «He erigido un monumento más duradero que el bronce». Para el marxismo el hombre sobrevive en la sociedad del futuro, no como individuo, sino como especie.
Otro de estos remedios paliativos es la reencarnación. Pero es una locura. Quienes profesan esta doctrina como parte integrante de su cultura y religión, es decir, aquellos que saben realmente qué es la reencarnación, también saben que no es un remedio y un consuelo, sino un castigo. No es una prórroga concedida al disfrute, sino a la purificación. El alma se reencarna porque todavía tiene algo que expiar, y si debe expiar, deberá sufrir. La Palabra de Dios trunca todas estas vías de escape ilusorias:
«Está establecido que los hombres mueran una sola vez, después de lo cual viene el
juicio» (Heb 9,27). ¡Una sola vez! La doctrina de la reencarnación es incompatible con la fe de los cristianos.
En nuestros días se ha ido más allá. Existe un movimiento a nivel mundial llamado «transhumanismo». Tiene muchas caras, no todas negativas, pero su núcleo común es la convicción de que la especie humana, gracias a los progresos de la tecnología, ya está encaminada hacia una radical superación de sí misma, hasta vivir durante siglos ¡y quizá para siempre! Según uno de sus representantes más conocidos, Zoltan Istvan, la meta final será «llegar a ser como Dios y vencer la muerte». Un creyente judío o cristiano no puede dejar de pensar inmediatamente en las palabras casi idénticas pronunciadas al inicio de la historia humana: «No moriréis en absoluto; al contrario, seréis como Dios» (cf. Gén 3,4-5)
3. La muerte ha sido devorada por la victoria
Existe un único y verdadero remedio para la muerte y nosotros cristianos defraudamos al mundo si no lo proclamamos con la palabra y la vida. Escuchemos cómo el apóstol Pablo anuncia al mundo este cambio:
«Si por la caída de uno solo, muchos murieron, con mayor razón la gracia de Dios y el don de la gracia proveniente de un solo hombre, Jesucristo, han sido derramados abundantemente sobre muchos [...]. En efecto, si por la caída de uno solo, la muerte ha reinado a causa de ese uno, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por medio de ese uno que es Jesucristo» (Rom 5,12-17).
Con mayor lirismo, el triunfo de Cristo sobre la muerte está descrito en la Primera Carta a los Corintios:
«La muerte ha sido sumergida en la victoria». “Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón?” Ahora bien, el aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley; pero, gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor 15,54-57).
El factor decisivo es colocado en el momento de la muerte de Cristo: «Él murió por todos» (2 Cor 5,15). Pero, ¿qué ha ocurrido tan decisivo en ese momento que ha cambiado el rostro mismo de la muerte? Podemos rapresentárnoslo visualmente así. El Hijo de Dios descendió a la tumba, como a una prisión oscura, pero ha salido por la pared opuesta. No ha vuelto por donde había entrado, como Lázaro que, sin embargo, debe volver a morir. No, él ha abierto una brecha en el lado opuesto, por la que todos los que creen en él pueden seguirlo.
Escribe un antiguo Padre: «Él tomó sobre sí los sufrimientos del hombre sufriente mediante su cuerpo capaz de sufrir, pero con el Espíritu que no podía morir, Cristo ha dado muerte a la muerte que mataba al hombre». Y san Agustín: «A través de la pasión, Cristo pasa de la muerte a la vida y nos abre a nosotros, que creemos en su resurrección, para que pasemos también de la muerte a la vida». La muerte se ha convertido en un paso ¡y un paso hacia lo que no pasa! Dice bien Juan Crisóstomo:
«Es cierto, nosotros morimos también como antes pero no permanecemos en la muerte: y esto no es morir. El poder y la fuerza real de la muerte es solamente eso: que un muerto no tenga ninguna posibilidad de volver a la vida. Pero si después de la muerte recibe de nuevo la vida y, más todavía, se le da una vida mejor, entonces esta ya no es muerte, sino un sueño».
Todos estos modos de explicar el sentido de la muerte de Cristo son verdaderos, pero no nos dan la explicación más profunda. Esta debe buscarse en lo que, con su muerte, Jesús ha venido a poner en la condición humana, más que en lo que ha venido a quitar; debe buscarse en el amor de Dios, no en el pecado del hombre. Si Jesús sufre y muere con una muerte violenta que le inflige el odio, no lo hace sólo para pagar, en lugar de los hombres, su deuda insoluble (¡la deuda de diez mil talentos, en la parábola, la canceló el rey!); ¡muere crucificado para que el sufrimiento y la muerte de los seres humanos sean habitados por el amor!
El hombre se había condenado por sí solo a una muerte absurda y he aquí que, entrando en esta muerte, descubre ahora que está impregnada del amor de Dios. El amor no ha podido prescindir de la muerte, a causa de la libertad del ser humano: el amor de Dios no puede eliminar con un golpe de varita mágica la trágica realidad del mal y de la muerte. Su amor está obligado a dejar que el sufrimiento y la muerte digan su palabra. Pero dado que el amor ha penetrado en la muerte y la ha llenado de la presencia divina, es el amor quien tiene ahora la última palabra.
4. Qué ha cambiado en la muerte
¿Qué ha cambiado, pues, con Jesús, respecto a la muerte? ¡Nada y todo! Nada para la razón, todo para la fe. No ha cambiado la necesidad de entrar en la tumba, pero se da la posibilidad de salir de ella. Es lo que ilustra con fuerza el icono ortodoxo de la resurrección, del que vemos una interpretación moderna en la pared de la izquierda de esta capilla. El resucitado desciende a los infiernos y saca consigo a Adán y Eva, y tras ellos a todos los que se agarran a él, en los infiernos de este mundo.
Esto explica la actitud paradójica del creyente ante la muerte, tan parecida y tan diferente a la de todos los demás. Una actitud hecha de tristeza, miedo, horror, porque sabe que debe bajar a aquel abismo oscuro; pero también de esperanza porque sabe que puede salir de allí. «Si la certeza de morir nos entristece —dice el Prefacio de difuntos— nos consuela la esperanza de la futura inmortalidad». A los fieles de Tesalónica, afligidos por la muerte de algunos de ellos, san Pablo les escribía:
«Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los que mueren, para que no estéis tristes como los otros que no tienen esperanza. En efecto, si creemos que Jesús murió y resucitó, creemos también que Dios, por medio de Jesús, llevará de nuevo con él a los que han muerto» (1 Tes 4,13-14).
No les pide que no estén afligidos por la muerte, sino que no lo estén «como los demás», como los no creyentes. La muerte no es para el creyente el final de la vida, sino el comienzo de la verdadera; no es un salto en el vacío, sino un salto a la eternidad. Es un nacimiento y es un bautismo. Es un nacimiento, porque sólo entonces comienza la vida verdadera, la que no va hacia la muerte, sino que dura para siempre. Por eso la Iglesia no celebra la fiesta de los santos en el día de su nacimiento terreno, sino en el de su nacimiento para el cielo, su «dies natalis». Entre la vida de fe en el tiempo y la vida eterna existe una relación análoga a la que existe entre la vida del embrión en el seno materno y la del niño, una vez llegado a la luz. Escribe Cabasilas:
«Este mundo alumbra al hombre interior, al hombre nuevo, creado según Dios, y una vez configurado y formado perfecto aquí abajo, nace para un mundo perfecto e interminable. La naturaleza prepara el embrión, mientras vive en tinieblas de noche, para la vida en un mundo de luz. Y la naturaleza le va dando forma tomando por modelo la existencia que recibirá. Es también lo que ocurre en los santos».
La muerte es también un bautismo. Así designa Jesús a su propia muerte: «Hay un bautismo con el que debo ser bautizado» (Lc 12,50). San Pablo habla del bautismo como de un ser «bautizados en la muerte de Cristo» (Rom 6,4). Antiguamente, en el momento del bautismo, la persona era bajada totalmente al agua; todos los pecados y todo el hombre viejo quedaban sepultados en el agua y salía de ella una criatura nueva, simbolizada por la túnica blanca con la que era revestido. Así sucede en la muerte: muere el gusano, nace la mariposa. «Dios enjugará las lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni luto ni llanto ni angustia porque las cosas primeras han pasado» (Ap 21,4). Todo sepultado para siempre.
Durante varios siglos, especialmente desde el siglo XVI en adelante, un aspecto importante de la ascética católica consistía en «prepararse para la muerte», es decir, en meditar sobre la muerte, describiendo visualmente sus diferentes estadios y su inexorable avance desde la periferia del cuerpo hasta el corazón. Casi todas las imágenes de santos pintadas en este período los muestran con una calavera al lado, incluso Francisco de Asís que también había llamado a la muerte «hermana».
Una de las atracciones turísticas de Roma es todavía el cementerio de los Capuchinos de Vía Véneto. No se puede negar que todo esto pueda constituir un reclamo todavía útil para una época tan secularizada y despreocupada como la nuestra; sobre todo si se lee como una exhortación dirigida a quien mira lo escrito que sobresale por encima de uno de los esqueletos: «Lo que tú eres, yo fui; lo que yo soy, tú serás».
Todo esto ha dado a alguien el pretexto de decir que el cristianismo se abre camino con el miedo a la muerte. Pero es un error terrible. El cristianismo, hemos visto, no está hecho para acrecentar el miedo a la muerte, sino para quitarlo; Cristo, dice la Carta a los Hebreos, ha venido «para liberar a los que, por miedo a la muerte, estaban sometidos a la esclavitud para toda la vida» (Heb 2,15). ¡El cristianismo no se abre camino con el pensamiento de nuestra muerte, sino con el pensamiento de la muerte de Cristo!
Por eso, más eficaz que meditar sobre nuestra muerte, es meditar sobre la pasión y muerte de Jesús y debemos decir, para honra de las generaciones que nos han precedido, que dicha meditación era también el pan cotidiano en la espiritualidad de los siglos recordados. Es una meditación que suscita conmoción y gratitud, no angustia; nos hace exclamar, como al apóstol Pablo: «¡Me amó y se entregó por mí!» (Gál 2,20).
Un «ejercicio piadoso» que recomendaría a todos durante la Cuaresma es coger un Evangelio y leer por cuenta propia, con calma y por entero, el relato de la pasión. Basta con menos de media hora. Conocí a una mujer intelectual que se profesaba atea. Un día le cayó encima una de esas noticias que dejan abrumado: su hija de dieciséis años tiene un tumor en los huesos. La operan. La chica vuelve del quirófano martirizada, con tubos, sondas y goteros por todas partes. Sufre terriblemente, gime y no quiere oír ninguna palabra de consuelo.
La madre, sabiendo que era piadosa y religiosa, pensando agradarla, le dice: «¿Quieres que te lea algo del Evangelio?». «¡Sí, mamá!». «¿Qué?». «Léeme la pasión». Ella, que nunca había leído un evangelio, corre a comprar uno a los capellanes; se sienta junto al lecho y empieza a leer. Al cabo de un poco la hija se duerme, pero ella sigue, en la penumbra, leyendo en silencio hasta el final. «¡La hija se dormía —dirá ella misma en el libro escrito después de la muerte de la hija—, y la madre se despertaba!». Se despertaba de su ateísmo. La lectura de la pasión de Cristo la había cambiado la vida para siempre.
Terminemos con la simple, pero densa oración de la liturgia: «Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». «Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz has redimido el mundo».
©de la traducción Pablo Cervera Barranco

 

24/03/2017-16:58
Redacción

Inundaciones en Perú, el Santo Padre dispone una donación de 100 mil euros

(ZENIT – Roma).- La Conferencia Episcopal Peruana agradeció al papa Francisco por su oración y su cercanía a las poblaciones afectadas pro las recientes inundaciones, que dejaron un saldo provisorio de unos 84 muertos y miles de damnificados.
En un comunicado publicado en la web de los obispos indican que “el Papa Francisco, quien oró por el Perú en el Ángelus del pasado domingo en Roma, ha enviado, como expresión de su cariño y cercanía con los damnificados de nuestro pueblo, desde el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, una ayuda económica de $100,000. (Cien mil dólares), que será entregada a la Conferencia Episcopal Peruana, para ser aplicada por medio de Caritas del Perú”.
Los obispos califican el gesto del sucesor del Pedro como “significativo” y de “preocupación paternal”, y precisan que “el Papa Francisco acompaña el dolor de miles de hermanos que sufren a consecuencia de los embates de la naturaleza”.
“El compromiso de la Iglesia Católica en este difícil momento -aseguran- se está expresando con el servicio que brindan las parroquias de las Diócesis afectadas y con la solidaridad de la Colecta Nacional que la Conferencia Episcopal ha pedido a todos los católicos del Perú”.
“La Conferencia Episcopal Peruana -concluye el comunicado- a nombre de todos los peruanos y especialmente de los damnificados, agradece al Papa Francisco por su oración y por su gesto de cercanía efectiva para con los que sufren y necesitan de nuestra solidaridad”.

 

24/03/2017-07:00
Felipe Arizmendi Esquivel

Francisco a los cuatro años

VER
El Papa Francisco acaba de cumplir cuatro años de su servicio en la cátedra de Pedro. Me regalaron un voluminoso libro, El gran Reformador, en que el autor, Austen Ivereigh, trata de hacer el retrato de un Papa radical. Afirma en el Epílogo: “El que recurre a las raíces es un radical (del latín radicalis, que forma la raíz). El radicalismo de Francisco nace de su extraordinaria identificación con Jesús tras una vida de inmersión total en el Evangelio y en la oración mística. Esa identificación le lleva a querer simplificar, centrar, aumentar las ocasiones de despejar el camino para que Dios actúe. Ello conduce a un tipo de liderazgo dinámico, desconcertante, que si bien hace las delicias de la mayoría de los católicos y atrae a las personas más allá de las fronteras de la fe, ha escandalizado y desconcertado a diversos ‘partidos’ dentro de la Iglesia. Un radical puede resultar profundamente atractivo, pero jamás podrá gustar a todo el mundo”.
Por lo contrario, en el diario español El País, un comentarista critica acremente al Papa, diciendo que no ha hecho ninguna reforma y que es pura apariencia, algo así como un populismo religioso. Dice que, por ejemplo, nada ha hecho para que las mujeres puedan ser sacerdotes; que no ha abierto la puerta plenamente para dar la comunión a divorciados vueltos a casar; que no acepta los “matrimonios” de personas del mismo sexo, ni el aborto, ni legitima las prácticas homosexuales, etc.

PENSAR
Es claro que el Papa no puede cambiar el Evangelio, pues no es su dueño, sino su servidor. Si el Papa cediera en todo lo que el mundo busca, ese mundo condenado por Jesús, traicionaría su misión; sería un anti-papa, un lobo vestido de blanco. Que nadie espere ese tipo de reformas; eso no es volver a las raíces, sino destrozarlas; eso no sería una reforma, sino una debacle. Afortunadamente, el Papa Francisco sabe lo que puede y lo que no puede hacer. Tenemos plena confianza en su elección. El hecho de insistir en que la Iglesia debe ser una casa y una familia llena de misericordia, es para que hagamos llegar el amor misericordioso de Dios a tantas personas que sufren y que han sido condenadas y excluidas, no para legitimar lo que no es legitimable.
Resalto sólo un punto en que más insiste: ser una Iglesia pobre, con y para los pobres. Lo dijo desde el principio y lo repite con oportunidad o sin ella. Y no es discurso, sino práctica, obras, estilo de vida. Es uno de los aportes de la Iglesia latinoamericana, que a muchos europeos desconcierta y molesta, acostumbrados como están a un confort de vida que les impide ver hacia abajo. Y como condena, por activa y por pasiva, la idolatría del dinero de este sistema económico, quienes viven y se benefician de él, lo rechazan tajantemente; les revuelve el estómago, porque les hace ver su egoísmo y los mecanismos injustos en que se apoya su capital.
Dice en Evangelii gaudium: “Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos, sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados. No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio, y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos” (48). “De nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad” (186).
“Es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. ¿Para qué complicar lo que es tan simple? ¿Para qué oscurecer lo que es tan claro?” (194). “Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Esta opción –enseñaba Benedicto XVI– «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza». Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres” (198).

ACTUAR
Pidamos al Espíritu Santo que ilumine y fortalezca al Papa, y procuremos conocer y asumir lo que Dios nos está pidiendo por su mediación.

 

24/03/2017-05:21
Isabel Orellana Vilches

Santa Lucía Filippini – 25 de marzo

(ZENIT – Madrid).- Hoy festividad de la Anunciación del Señor también se celebra la vida de Lucía. Nació en Corneto, Tarquinia, Italia, el 13 de enero de 1372. Fue la última de cinco hijos que nacieron en el seno de una acomodada familia compuesta por Felipe y Magdalena Picchi-Falzacappa, ambos emparentados con los obispos de Montefiascone y Corneto, y el cardenal Falzacappa, respectivamente. Pero Lucía apenas pudo disfrutar de sus padres. En los primeros años de vida perdió a los dos. Y las benedictinas de santa Lucía de Corneto se ocuparon de ella por expreso deseo de su familia materna a cuyo cuidado había quedado. Esta etapa de formación discurrió sin contratiempos. Su conducta era apreciada por las religiosas que constataban su inteligencia y virtud, todo lo cual hizo que en su entorno depositaran en ella grandes esperanzas. Era muy joven cuando se percataron de las cualidades que poseía para dedicarse a la docencia. Además, los niños acogían sus enseñanzas catequéticas con verdadero entusiasmo. Fue de gran ayuda para el vicario parroquial.
A los 16 años tuvo un encuentro providencial con el cardenal Marcantonio Barbarigo que pasó por Tarquinia. Seguramente conversó también con el sacerdote que la conocía bien. Y entre la buena impresión que le causaría ver los dones con los que había sido agraciada la joven, más el juicio del párroco, no dudó en proponerle el ingreso con las clarisas de Montefiascone quienes iban a completar su formación. En la mente del cardenal bullían interesantes proyectos que estaban ya en marcha y en los que pensaba implicarla. A su debido tiempo le hizo partícipe de sus sueños que consistían en su vinculación con un entramado académico orientado a proporcionar educación católica a niñas pobres en diversos puntos de Italia.
La fascinante noticia –envuelta como todo ideal en grandes sueños que se forjan sin pensar inicialmente en las dificultades, porque surgen con el espíritu de su factibilidad, y más cuando los guía un afán apostólico que descansa en la confianza en Dios– impresionó a Lucía. Porque es verdad que ella tenía muy buenos contactos entre las personas relevantes de su ciudad natal y de otras circundantes, simplemente por razones de cuna, y podía utilizar su influencia para promover el proyecto. Pero se le hacía un mundo acoger una labor que creía excedía a sus fuerzas. Sin embargo, el cardenal no se dejó convencer. Persistió en su empeño y ella le secundó generosamente, ya que, encontrándose perfectamente incardinada en la comunidad religiosa de clarisas en la que había ingresado en 1668, se ofreció a abandonarla dispuesta a emprender el camino de incertidumbre que monseñor Barbarigo le proponía.
Además, se daba la circunstancia de que en Montefiascone se encontró con Rosa Venerini. Y como ésta era adalid del cardenal, que la tenía en alta estima, Lucía no se sintió sola. Por indicación de Barbarigo, Rosa ya trabajaba en la fundación de la red educativa gratuita dirigida a niñas y conformada por profesoras laicas. Las muchachas que no tenían medios económicos, o adolecían de una familia que pudiera hacerse cargo de ellas, encontraron en las escuelas todo lo que precisaban para su desarrollo integral. Ya preparadas serían puntales para la familia y su acción repercutiría en la sociedad. Esas escuelas fueron un referente importante en las zonas rurales. Precisamente en ese momento en el que Rosa y Lucía se conocieron, aquélla estaba promoviendo los centros por distintos lugares y formando a las maestras que debían hacerse cargo de la labor.
En 1694 Rosa partió a Viterbo. Y Lucía quedó al frente de la fundación de Montefiascone. Tras la muerte del cardenal en 1706, ésta siguió extendiendo la obra por otras diócesis. Contaba con el apoyo de los Píos Operarios, que cumplían la voluntad de Barbarigo quien les rogó que le prestaran ayuda. En 1707, por indicación de Clemente XI, Lucía fundó en Roma y se ocupó de dirigir el orfanato femenino.
Pero la situación se fue tornando cada vez más difícil para ella que se vio obligada a afrontar muchos contratiempos. La influencia de los Píos Operarios interviniendo en las líneas iniciales trazadas por Rosa Venerini, y a las que dieron una orientación diametralmente opuesta, suscitaron grandes recelos y salpicaron a Lucía. Las prácticas de los Píos Operarios se hallaban bajo sospecha de cierto quietismo. Y la santa, a su pesar, se vio enredada en una maraña en la que no tuvo ni arte ni parte, pero que culminó con la dolorosa separación de Rosa ese año de 1707. Ésta la reemplazó en la dirección de los centros de Roma, de los que Lucía fue apartada, y regresó a Montefiascone. Sin embargo, las divergencias persistieron tanto en el fondo como en la forma de aplicar la pedagogía en estas escuelas. Además, ya estaba en marcha la congregación de Maestras Pías Filippini a las que dio definitivo espaldarazo el cardenal Barbarigo. Ello le había permitido a Lucía gestionar los centros de Roma. Y es que tal como se habían planteado las cosas, de otro modo no hubiera podido actuar libremente fuera de Montefiascone porque el cardenal no quería que saliesen de la diócesis de Viterbo. Es decir, que al final era como si hubiese dos fundaciones, al frente de las cuales se hallaban cada una de ellas. Y si bien compartían similares objetivos desde su inicio, dependían de los ordinarios de cada lugar. Con lo cual, en medio de tanto embrollo, Lucía acudió al pontífice para que mediase y cesasen los problemas surgidos. Quería sacar adelante la obra que había impulsado con tanto esfuerzo, y lo consiguió.
Cuatro décadas estuvo al frente de la misma, junto a las Maestras Pías que llevaban su nombre, dejando 28 escuelas fundadas que después de morir ella siguieron multiplicándose. Sufrió mucho en el alma y en el cuerpo. Falleció por causa de un cáncer a los 60 años el 25 de marzo de 1732. Pío XI la canonizó el 22 de junio de 1930. Sus restos se veneran en la catedral de Montefiascone. Rosa había muerto el 7 de mayo de 1728, y fue canonizada el 15 de octubre de 2006 por Juan Pablo II.