Colaboraciones

 

Consideraciones (II)

 

 

 

21 noviembre, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

  • El diálogo con los gobernantes y políticos no es para sacar ventajas, para hacer alianzas, para violar la laicidad del Estado, sino para buscar juntos lo más conveniente para la comunidad. ¡Cuánto tenemos que aprender a dialogar! Esa es la buena política, no la demagogia de quien más ofende, de quien más promete, de quien más cosas regala, de quien más apoyos sociales ofrece, a cambio de votos.
     

  • Aprendamos a dialogar desde la familia. Es un arte y una ascesis. Es una virtud. Que los hijos vean que sus padres pueden discutir, esgrimir razones contradictorias, proponer opciones diferentes, pero se aman, se respetan, se valoran, se toman en cuenta, saben ceder. Es un aprendizaje de toda la vida, y un camino hacia una política madura y benéfica para la sociedad. Sólo así construimos la paz social, que tanta falta nos hace.
     

  • Pensamos que hay muchas y buenas razones para sostener que la principal amenaza a la paz mundial no será el choque entre el Occidente y el Islám, sino el choque de Occidente consigo mismo, su rebelión contra sus propias raíces cristianas.
     

  • La Iglesia católica reconoce la justa autonomía de la realidad terrena, de la cultura humana y de la comunidad política (cf. Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, nn. 36, 59, 76). Este principio católico contradice tanto al integrismo, que niega la autonomía de la realidad creada, como al secularismo, que la exagera considerándola como independencia respecto de Dios. Mientras que el integrismo une indisolublemente a la fe cosas que le pertenecen sólo accidentalmente, el secularismo separa de la fe cosas que le pertenecen sustancialmente. El Concilio Vaticano II rechaza ambos errores, afirmando que las cosas creadas y la sociedad gozan de leyes y valores propios, que el hombre debe descubrir y emplear, y que la realidad creada depende de Dios y debe ser usada con referencia a Él (cf. Ídem, n. 36).
     

  • Está prohibido a los clérigos ejercer cargos del gobierno civil y participar activamente en partidos políticos (cf. Código de Derecho Canónico, cc. 285, 3; 287, 2). La Iglesia tiene una sola cosa que ofrecer a los hombres: nada más ni nada menos que la Palabra de Dios hecha carne, Jesucristo, el Salvador del mundo, quien nos ha revelado la verdad acerca de Dios y la verdad acerca del hombre. Por otra parte, sin embargo, esta verdad revelada acerca del hombre se refiere tanto a la dimensión individual como a la dimensión social del ser humano. La fe cristiana tiene consecuencias ineludibles en el terreno de la moral social. Por ende, la Iglesia cuenta con valiosísimos principios orientadores en el área de los asuntos culturales, políticos y económicos, a tal punto que se puede afirmar que «no existe verdadera solución para la “cuestión social” fuera del evangelio» (Juan Pablo II, encíclica Centesimus annus, n. 5; cf. n. 43).
     

  • «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos... A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios». (Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, n. 31). No debemos confundir la secularidad del laico con el secularismo. Este propone una visión dualista que disocia absolutamente los ámbitos público y privado de la vida del hombre, relegando a la religión únicamente a la esfera privada. Esta visión procede de un racionalismo que considera a la fe como un sentimiento irracional que desune a los hombres y que no tiene derecho de ciudadanía en el ámbito público, por ser este un ámbito reservado a la mera racionalidad. No tenemos que dejar de ser cristianos al salir de nuestras casas o templos y entrar a las escuelas, los lugares de trabajo, el Parlamento, etc. Debemos actuar como cristianos siempre y en todo lugar, también en el ámbito político.
     

  • En la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13, 24-30) Jesucristo nos enseña que el Reino de Dios y el reino del diablo coexistirán y se enfrentarán entre sí hasta el fin del mundo, cuando Dios manifestará su juicio definitivo sobre cada ser humano, retribuyendo a cada uno según sus obras. Notemos que la pugna entre ambos reinos se produce no sólo en el nivel individual, sino también en el nivel social, tendiendo a constituir por una parte una civilización o cultura del amor y por otra parte una «anticivilización» o «cultura de la muerte» (cf. Juan Pablo II, Gratissimam sane, Carta a las familias, 2/02/1994, n. 13).
     

  • La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona.
     

  • Después de haber sufrido los influjos del nominalismo de fines de la Edad Media, la vertiente paganizante del Renacimiento, la tendencia fideísta de la Reforma protestante, la Ilustración racionalista, el idealismo y el materialismo de los siglos XIX y XX y el relativismo de la posmodernidad, hoy nuestra cultura occidental tiende a ver a la verdad como esclavizante y a la certeza como una amenaza a la tolerancia que posibilita la convivencia pacífica.
     

  • Cuando una sociedad introduce la disolución del matrimonio en su legislación, deja de ser cristiana, porque debajo del divorcio subyace una antropología individualista incompatible con el cristianismo. En efecto, la mentalidad divorcista supone en el fondo que el ser humano es incapaz de amar de verdad, comprometiéndose radicalmente con otra persona para toda la vida, o bien asume que un compromiso absoluto con otro es una esclavitud destructiva. Esta concepción divorcista ha sido impuesta a los pueblos cristianos por la fuerza de la ley civil y se difunde como una enfermedad contagiosa.
     

  • En la cultura relativista, la moral pertenece al ámbito de los sentimientos, de lo irracional, de lo privado, sin vigencia en el ámbito público. La ley se comprende y se practica en clave positivista. Se busca proteger los derechos humanos, pero éstos son privados de su fundamento trascendente, exponiéndolos a ser desconocidos o distorsionados por la dictadura de la mayoría. Se inventan nuevos y falsos derechos humanos: los "derechos sexuales y reproductivos". Se producen impunemente diversos atentados contra la libertad de educación y la libertad de expresión acerca de temas morales, etc.
     

  • La anticoncepción tiende a banalizar las relaciones sexuales, privándolas de su apertura a la fecundidad, mientras que la fecundación artificial tiende a convertir al ser humano en un producto de laboratorio, comprable por catálogo.
     

  • La acción política de los católicos debe ser regida por los tres principios básicos sintetizados en esta célebre máxima de San Agustín: unidad en lo necesario (exige que nuestra lealtad primera y fundamental esté referida a Jesucristo y a la doctrina católica, tal como esta es enseñada por el Magisterio de la Iglesia), libertad en lo opinable (supone que cada católico tiene plena libertad de opinión y de acción en todos los asuntos sobre los cuales la doctrina de la Iglesia no se pronuncia. Pero debe evitar presentar su opinión como la única cristianamente legítima, cf. Código de Derecho Canónico, cc. 227; 212, 1; 747, 2), caridad en todo (la caridad, forma de todas las virtudes, no puede dejar de informar también los actos políticos).
     

  • El error fundamental del socialismo es de carácter antropológico. Efectivamente, considera a todo hombre como un simple elemento y una molécula del organismo social, de manera que el bien del individuo se subordina al funcionamiento del mecanismo económico-social. Por otra parte, considera que este mismo bien puede ser alcanzado al margen de su opción autónoma, de su responsabilidad asumida, única y exclusiva, ante el bien o el mal. El hombre queda reducido así a una serie de relaciones sociales, desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión. De esta errónea concepción de la persona provienen la distorsión del derecho, que define el ámbito del ejercicio de la libertad, y la oposición a la propiedad privada. El hombre, en efecto, cuando carece de algo que pueda llamar «suyo» y no tiene posibilidad de ganar para vivir por su propia iniciativa, pasa a depender de la máquina social y de quienes la controlan, lo cual le crea dificultades mayores para reconocer su dignidad de persona y entorpece su camino para la constitución de una auténtica comunidad humana.