Colaboraciones
Consideraciones (I)
19 noviembre, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez
El socialismo es, básicamente, una rebelde y petulante contestación al Plan de Dios, de modo muy concreto, en la realidad de nuestra naturaleza humana y que en sus ideales propone a la sociedad como entidad que se ubica antes y por encima de la persona.
Es bastante común la idea errónea de que socialismo, marxismo y comunismo son términos equivalentes. Sí están estrecha y causalmente relacionados, pero no son lo mismo. Marx aportó nuevos elementos —supuestamente científicos— al socialismo de la Revolución Francesa, al cual criticó por romántico o utópico. Y comunismo es una realización, claramente socialista y marxista, en medio de una realidad política concreta en la que no existen las clases sociales a través de la igualación total.
La antropología cristiana es la comprensión del hombre a partir de la Revelación, y da las claves para entender la constitución del ser humano como ser racional que necesita para alcanzar sus perfecciones al máximo y realizarse adecuadamente para alcanzar su fin último. A partir de la antropología cristiana podemos conocer, en resumidas cuentas, cómo y de qué está hecho el hombre, y conforme a ello, qué es lo que necesita y le conviene para realizarse. La Iglesia, experta en humanidad, desarrolla sus enseñanzas conforme a esa antropología.
A veces hace falta aclarar que, ciertamente, la persona es el fin del orden social, mas no de sí mismo. El hombre es un fin en sí mismo, pero no de sí mismo; son dos cosas muy diferentes y hasta excluyentes.
La subsidiariedad del Estado y de las organizaciones sociales y políticas que pueden estar sobre el nivel de actuación del individuo (no sobre la persona humana) es el principio originalmente proclamado por la Iglesia católica, según el cuál NO es legítimo que el Estado o las formas de organización que pueden encontrarse entre el nivel de actuación del Estado y el nivel de actuación de los individuos se ocupen de actividades productivas que, siempre, les corresponden a estos últimos. De modo que, según este principio, eso pudiera ocurrir de manera legítima sólo si hace falta o es inevitable en virtud de que los individuos no pueden o no tienen forma de ocuparse de una actividad productiva determinada, y sólo mientras los individuos logran tener capacidad para encargarse. Es decir, que el rol del Estado en la economía tiene que ser siempre subsidiaria, sólo si los individuos no pueden o no quieren.
El fin no siempre puede justificar los medios, y mucho menos cuando esos medios supongan una suspensión —por más atenuada o transitoria que sea— de la preeminencia de la persona humana como fin radical y absoluto del orden social. Resolver las injusticias que algunos individuos quieran generar para su personal provecho, mediante la aplicación de políticas socialistas, es una insensatez. Si existe un ordenamiento jurídico sólido y vigente que ejerza su imperio y que tenga a la persona como centro, ya se estará garantizando el equilibrio y la igualdad de oportunidades. El problema surge cuando las políticas socialistas pretenden modelar «por su propia mano» la justicia y fundar, desde el Estado, la justicia, el desarrollo y el progreso, la riqueza, las sociedades intermedias, y hasta la felicidad. Es, exactamente, el «elefante que camina en un jardín de rosas».
La religión, el más potente elemento cultural conocido por la Humanidad, fue una de las primeras realidades en sufrir la crítica marxista y la apisonadora estalinista. A través del cristal monocromo de la «lucha de clases», fue calificada como otro instrumento de alienación de los proletarios en manos de los poderosos, un montaje ideado por los opresores para desmovilizar al pueblo mediante el conformismo. Es lo mismo que Marx y Engels hicieron con la institución familiar: leerla desde su esquema, aborrecerla y tratar de borrarla del mapa. Desde entonces, el acoso y derribo a la familia natural es una constante del socialismo laicista radical, que siempre procura sustituirla por estados padre y madre con acceso directo a las mentes individuales.
Seamos críticos ante quienes invocan el nombre de Dios para justificar el terrorismo, las guerras, los sistemas explotadores de los pobres, los totalitarismos inhumanos, las represiones indebidas. De igual manera, sepamos discernir los hechos reales, no los discursos, de quienes invocan a Cristo para implantar sistemas distintos u opuestos. Jesús es muy claro: «No todo el que me llame “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21). Y la voluntad de Dios Padre es la justicia, la opción por los pobres, el amor mutuo; no los insultos, la vanidad, el poner la confianza en los recursos económicos, la obstrucción de la justa libertad.