Colaboraciones
Sobre la democracia en algunos escritos de los Papas y del Concilio Vaticano II
29 octubre, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez
Los demócratas más radicales saben que no todo puede ponerse a votación. Basta con estudiar la historia de las diferentes democracias y ver cuántas veces se ha permitido organizar un referéndum para abolir todos los impuestos...
Pero también saben que, con presiones políticas, desde parlamentos que no reflejan las opiniones reales de la gente, pueden organizarse votaciones en las que se decide sobre la vida o la muerte de un Estado o de los hijos antes de nacer.
A muchas democracias les falta la base cultural y jurídica que les permita fundarse no simplemente en las encuestas o en los votos, sino en principios fundamentales que no pueden ser discutidos, como los que tutelan los derechos básicos de todos los seres humanos, y los que permiten defender convivencias seculares.
Por eso hace falta pensar otro modo de organizar la democracia (o cualquier sistema político), desde un fundamento válido: nadie puede violar los principios de justicia ni los derechos fundamentales de las personas; y todos los seres humanos, sin discriminaciones arbitrarias, merecen ser defendidos en su integridad física, en sus necesidades básicas, y en su capacidad de escoger caminos buenos para realizar sus legítimas aspiraciones.
En el terreno político, la corrupción política socava la democracia y el buen gobierno ya que supone un desacato e incluso una subversión de los procesos formales.
La democracia es una forma de gobierno conocida y teorizada desde la antigüedad, que la Iglesia acepta perfectamente, con tal —como todas las demás— que no pretenda ser la única forma de gobierno compatible con la Fe cristiana (esta condición es parte nuclear de la enseñanza de san Pío X en su encíclica Notre charge apostolique, 1910). Y dentro de las democracias, la de partidos, con todos los defectos de estos, es hoy la más ensayada.
Desde Pío XII en la encíclica Benignitas et humanitas (1944) a san Juan Pablo II, la Iglesia se ha mostrado dispuesta a aceptar la democracia con tal de que no sea moralmente relativista, ni se crea —como no debe hacerlo ningún gobierno— fuente de moralidad, pero no ha puesto el requisito negativo de la exclusión de los partidos, ni como aparatos gobernantes, ni aún menos de la existencia legal.
León XIII apoyó la democracia intentando definir el carácter moral del poder público. Además, el poder público tendría que encontrar su fundamento en Dios y la libertad del individuo. Por ello aconsejó y exhortó a los gobernantes «a que gobernaran con benevolencia y una suerte de amor paterno» (carta encíclica Libertas humana, 1888, Desclée, II, 110). Por su naturaleza, la actitud de los gobernantes debería ser paternal. De esa manera, «su gobierno debe ser justo e imitar el gobierno divino en el hecho de ser moderado por una bondad paternal» (carta Caritatis providentiaeque, ASS, 26, 1873-74, 525). Gobernar con amor paternal implica gobernar con equidad, es decir, «que gobiernen al pueblo con equidad y fidelidad, y muestren, además de la severidad necesaria, un amor paternal» (carta encíclica Diuturnum illud, 1881, Desclée, I, 227).
León XIII indicó la promoción de la libertad del individuo y los grupos de individuos, en particular en lo referente a la familia, como uno de los signos concretos de la democracia.
León XIII subrayó que el derecho a la propiedad es un derecho natural inalienable del individuo y la familia. El gobierno auténtico promueve la protección de esos derechos. Además, cada persona tiene el derecho de crecer en un contexto familiar y no principalmente bajo el poder del Estado. Contra las propuestas del socialismo, León XIII afirma que la autoridad paternal no puede ser abolida ni absorbida por el Estado.
Apartar al niño de su familia es un acto de injusticia para con la persona humana. Contra el socialismo, subrayaba León XIII que, «los socialistas, alejando a los padres y estableciendo un control por parte del Estado, actúan contra la justicia natural y destruyen la estructura del hogar» (carta encíclica Rerum novarum 14, 1891). La democracia destaca el derecho a una familia y a que la libertad del individuo se modele en el contexto de la familia. Los padres tienen también el derecho de modelar el futuro y el destino de sus hijos según sus sueños.
La encíclica Quadragesimo anno (1931) de Pío XI nos recuerda que la justa libertad de acción debe ser dejada a los ciudadanos individuales y las familias, pero con la condición de que sea preservado el bien común e impedida toda injusticia hacia cualquier individuo (cfr. Qa 25). La democracia comprende también una atención especial hacia los desposeídos y los débiles, cuyos derechos deben ser salvaguardados y reconocidos por el Estado. Los gobernantes estatales tienen la función de velar por la comunidad y sus partes. De todas maneras, al proteger a los individuos y sus derechos, es necesario preocuparse en primer lugar por los débiles y los pobres (cfr. Qa 25).
Quadragesimo anno subraya que los sindicatos deben profesar siempre la justicia y la equidad y conceder a sus miembros católicos plena libertad de respetar su propia conciencia y someterse a las leyes de la Iglesia (cfr. Qa 35).
La democracia es un sistema de gobierno en el que los ciudadanos participan en las actividades de gobierno. La libertad de prensa, como derecho inalienable de la persona en una sociedad democrática, abarca el derecho a la verdad. La búsqueda de la verdad y el derecho a la información deben mantenerse en los límites del orden moral. Juan XXIII escribió que el individuo tiene derecho a la libertad de investigar la verdad en los límites del orden moral y el bien común y la libertad de escoger la profesión que quiera. Es necesario observar que el individuo tiene también el derecho a una información fehaciente de los acontecimientos públicos (cfr. carta encíclica Pacem in terris 12, 1963).
La libertad de elegir a los líderes de gobierno es una de las características de la democracia. Gaudium et spes (constitución pastoral del Concilio Vaticano II, 1965. El Concilio Vaticano II es el hecho más decisivo de la historia de la Iglesia en el siglo XX) reitera que la elección de un régimen político y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos (cfr. Gs 74).
Otro signo importante de la democracia es la protección de los derechos religiosos. Por cierto, el Vaticano II dejó sentado que la protección y promoción de los derechos inviolables del hombre ocupan un lugar primordial entre los deberes esenciales de un gobierno. Uno de los derechos que el gobierno tiene el deber de salvaguardar por medio de leyes justas y otros medios adecuados es la libertad religiosa de todos sus ciudadanos. Dignitatis humanae (declaración del Concilio Vaticano II, 1965) dice además que el gobierno debe contribuir a crear condiciones favorables a la promoción de la vida religiosa, para que el pueblo pueda ejercer realmente sus derechos religiosos y cumplir con sus deberes religiosos (cfr. Dh 6).
Juan Pablo II, en línea con la enseñanza constante de la Iglesia, reiteró muchas veces que quienes se comprometen directamente en la acción legislativa tienen la «precisa obligación de oponerse» a toda ley que atente contra la vida humana. Para ellos, como para todo católico, vale la imposibilidad de participar en campañas de opinión a favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con el propio voto (Cfr. Juan Pablo II, carta encíclica Evangelium vitæ, n. 73). Esto no impide, como enseña Juan Pablo II en la encíclica Evangelium vitae a propósito del caso en que no fuera posible evitar o abrogar completamente una ley abortista en vigor o que está por ser sometida a votación, que «un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, pueda lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública» (Juan Pablo II, carta encíclica Evangelium vitæ, n. 73).
La democracia actual requiere algunas características, entre las que se pueden citar las siguientes: elecciones libres; estabilidad social, económica y política; libertades públicas; pluralismo partidista; libertad de prensa; libertad sindical; defensa de la soberanía nacional; libertad entre los poderes tradicionales, como son el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial.
La democracia debe promover el bien común y la justicia social, valores permanentes para todas las personas humanas.
La democracia o es participativa o no es verdadera democracia.
La vida en un sistema político democrático no podría desarrollarse provechosamente sin la activa, responsable y generosa participación de todos, si bien con diversidad y complementariedad de formas, niveles, tareas y responsabilidades.
El sistema democrático debe renovarse constantemente para engrandecerse con los valiosos aportes que hacen diversos sistemas que luchan por libertades y derechos de las personas: las organizaciones intermedias, la sociedad civil y el pueblo en general. La cuestión no está en encontrar un nuevo nombre para la Democracia, sino en descubrir su verdadera esencia y realizarla. Aun con sus imperfecciones, el sistema democrático es el más conveniente para los intereses de las clases populares, pero debe tener representantes fiables para el pueblo.
La libertad política no está ni puede estar basada en la idea relativista según la cual todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor, sino sobre el hecho de que las actividades políticas apuntan caso por caso hacia la realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social en un contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural bien determinado.
La Iglesia es consciente de que la vía de la democracia, aunque sin duda expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las opciones políticas, sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona (Cfr. Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, n 25). Se trata de un principio sobre el que los católicos no pueden admitir componendas, pues de lo contrario se menoscabaría el testimonio de la fe cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior de los mismos fieles. La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno pretende construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento propio la centralidad de la persona. El respeto de la persona es, por lo demás, lo que hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio Vaticano II, la tutela «de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública» (Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, n 73).