Colaboraciones

 

Cristo, el Hombre Nuevo por excelencia, el «restaurador» de Adán

 

 

 

23 agosto, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

Hay un texto muy hermoso del Concilio Vaticano II que el Papa Juan Pablo II citó muy a menudo: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado… Cristo… manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (Gaudium et spes, 22) ¿Por qué? Porque Cristo, sigue diciendo el Concilio, es el «hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual» (Ibid.). Cristo es el Hombre Nuevo por excelencia.

Esto quiere decir que el hombre no puede comprenderse, no puede saber lo que él es, ni la sublimidad de su vocación, sino mirando a Cristo. Volvemos a preguntar: ¿por qué? Porque Jesucristo es verdadero hombre, verdaderamente semejante a nosotros, pero, al mismo tiempo, no ha conocido el pecado, porque Él, como dijo el Concilio de Florencia, «sin pecado fue concebido, nació y murió» (Ds 3147). Y el pecado no es de ninguna manera un enriquecimiento del hombre. Todo lo contrario: lo desprecia, lo disminuye, lo degrada, lo priva de la plenitud que le es propia. Sólo Jesucristo puede manifestar al hombre qué es el hombre, el Hombre verdadero, el Hombre sin degradar.

En este sentido Jesucristo es el «restaurador» de Adán. Adán tras el pecado, y con él cada uno de los hombres que descendemos de este primer padre, somos hombres «fugitivos», es decir, descentrados. El pecado destruyó la armonía que había en el Adán del Paraíso; a partir de ese momento, todo huye de él y dentro de él; es un hombre «desbocado», quebrado interiormente; tiene el alma hecha pedazos, ha perdido su unidad. El hombre caído vive en continuo movimiento, en perpetua ansiedad. En definitiva, todas sus dimensiones, sus tendencias naturales, están dislocadas. Su mente busca la verdad, pero tropieza con el límite de su ignorancia o se pierde en los laberintos del error; su voluntad desea el bien, pero se deja engañar por el espejismo de los bienes aparentes e ilusorios; sus sentidos quieren goce, su alma justicia; su orgullo venganza, su apetito irascible violencia, su inteligencia contemplación. Es un ser resquebrajado. Todo él es búsqueda, pero no sabe lo que busca; y normalmente busca mal.

Jesucristo, al ser clavado en la Cruz, detiene toda expansión falsa. Dice con gran belleza un poeta argentino (Leopoldo Marechal, El Banquete de Severo Arcángelo): «Él detuvo la expansión horizontal hacia la derecha por la fijación de su mano derecha; Él detuvo la expansión horizontal hacia la izquierda por la fijación de su mano izquierda; Él detuvo la expansión vertical hacia lo bajo por la fijación de sus pies. ¿Y qué ha dejado libre? La cabeza… A un hombre bien crucificado le queda un sólo movimiento posible: el de su cabeza en la vertical de la exaltación».