Colaboraciones

 

Reflexiones sobre lo que diferencia al hombre de los animales 1

 

 

 

21 julio, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

La grandeza del hombre está en vivir como el rey de los animales y, a la vez, en preocuparse por ellos. En el fondo, nos damos cuenta de que en cada especie animal se encierra parte de un mosaico que no acabamos de descifrar del todo. ¿Qué sería el mundo sin changos, delfines y gaviotas? ¿Qué haríamos por las mañanas si no escuchásemos el canto de los gallos y los ladridos de los perros? ¿Qué pasaría si un día las lagartijas no tomasen el sol, las luciérnagas y los grillos no alegrasen la noche y los tiburones no diesen un toque de emoción a nuestras costas?

 

Amor y respeto por los animales

Es cierto que nosotros somos superiores por nuestra capacidad de pensar y de amar, de sacrificarnos y de servir a los otros, también a los animales. Pero esta superioridad nunca debe convertirse en motivo para el abuso o el embrutecimiento.

La piedad es un sentimiento que nos hace respetar el carácter sagrado que las cosas tienen en cuanto dones. El trato con los animales pertenece al ámbito de la piedad: un hombre que maltrata a los animales no es malo por su modo de tratarlos, sino más bien por el daño que inflige a su propia naturaleza al carecer de piedad o al disminuirla en él.

El católico actúa de forma respetuosa y considerada con los animales porque son criaturas de Dios. A eso se refería san Juan Pablo II cuando declaró en una audiencia semanal en 1990 que el reino animal participa del aliento de vida que procede de Dios, y que por tanto debemos amar y respetar a los animales como criaturas de Él que son.

 

Perimundo y mundo

Tanto desde el punto de vista del conocimiento como del de los apetitos, el animal goza sólo de perimundo: de un conjunto parcial de fragmentos de realidad, remitidos de forma determinante a ese «centro», su propia dotación instintiva, que es la que les confiere significado.

El hombre, por el contrario, tiene mundo (Welt) porque puede llegar a conocer la totalidad de lo que existe y, además y, sobre todo, porque es capaz de captarla no en la referencia que presenta para él, para cada sujeto humano, sino tal como esas realidades son en sí mismas: en cuanto entes, dotados de una densidad propia, y cognoscibles en sí o verdaderos. Por lo mismo, relativizando o poniendo entre paréntesis sus propios instintos o tendencias, el ser humano se muestra idóneo para querer, procurar y dar vida a lo que es bueno en sí mismo, y no sólo para él, y, por consiguiente, también a lo que resulta bueno para los demás.

El «ser humano», sostiene Heidegger, puede ponerse en lugar de otro «ser humano», puede empatizar y hacer amistad con otro, puede sufrir las penas del otro o alegrarse con sus éxitos; cuestión que al animal no le es posible.

Un perro de guarda, de caza o de compañía, podríamos ejemplificar, interesa porque guarda, caza o proporciona acompañamiento, igual que los restantes exponentes de su especie; o, en todo caso, porque lo hace mejor que el resto: es decir, porque encarna las propiedades específicas con mayor eficacia que los demás integrantes del grupo (es decir, siempre por relación a su especie, al conjunto). Pero en ninguna circunstancia posee densidad interior como para resultar apreciable, amable y deseable por sí mismo.

 

El hombre, un ser personal, inteligente y libre, capaz de amar

A diferencia de los animales, el hombre posee una naturaleza racional; el conocimiento humano trasciende las limitaciones físicas y capta la esencia de las cosas a partir de datos individuales. La capacidad intelectual del hombre constituye su esencia; por eso los griegos lo definían como animal racional. En virtud de esta condición, puede alcanzar la verdad: correcta adecuación de la inteligencia con las cosas. Es también un ser libre, lo que significa ser dueño de sus actos, a diferencia de los animales que se rigen por sus instintos. Es claro que los hombres también poseen instintos, pero pueden dominarlos, por lo tanto, la conducta de una persona es consecuencia de sus propias decisiones.

Nietzsche afirmó que «el hombre es el ser capaz de hacer promesas» (pensar y planear su futuro, sus propios fines; se puede autodeterminar dentro de su libertad limitada). Sin embargo, puede ser el animal más brutal, llegando a trastocar el orden natural por su propia libertad de elegir.

Santo Tomás de Aquino daba otra definición: «El hombre es el ser que elige sus propios fines».

Kant dijo que lo que el hombre hace con su libertad (arte, derecho, religión) es algo más que biología.

Para Tertuliano el hombre es: «Animal dotado de razón, capaz de comprender y discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de su razón, en la sumisión al que le ha entregado todo».

Entre los seres naturales, sólo el hombre participa del modo de ser propio de Dios: es un ser personal, inteligente y libre, capaz de amar.

La semejanza que tiene el hombre con Dios es precisamente su condición de persona.

La filosofía tradicional ha recogido la definición de persona que dio Boecio (Roma, c. 480 – Pavía, 524/525) en su tratado acerca de la persona de Cristo: «Sustancia individual de naturaleza racional» («rationalis naturae individua substantia», De duabus naturis et una persona Christi, c. 3), y que posteriormente recogió santo Tomás.

Al decir que la persona es una sustancia indica que se trata de un ser que es en sí mismo y no en otro. Se le califica como individual para denotar que constituye una unidad, distinta de cualquier otra. Pero lo que la distingue o especifica de otras sustancias, como podría ser una roca o un animal, es su naturaleza racional, que hace que ella tenga una existencia completamente original en comparación con cualquier otra sustancia individual o sujeto.

Cuando reflexiona sobre el fundamento último de cada ser humano, el padre Carlos Cardona Pescador (1930-1993) explica que es la «propiedad privada» de su acto de ser lo que lo constituye propiamente como persona y lo diferencia de cualquier otra parte del universo. Esta propiedad comporta su singular relación a Dios: relación predicamental, que sigue al acto de ser, a su efectiva creación, señalándolo como alguien delante de Dios y para siempre; indicando así su fin en la unión personal y amorosa con Él, que es su destino eterno y el sentido exacto de su historia en la tierra y en el tiempo.

Naturaleza humana y persona humana no son dos nociones contradictorias, sino complementarias. La noción de naturaleza o esencia atiende a lo que es común, por lo que cabe afirmar que todos los hombres tienen la misma naturaleza y son por ello esencialmente iguales. En cambio, a partir de la idea de persona, cabe afirmar que cada ser humano es único, distinto de todos los demás.

Al hombre se le llama persona porque es radicalmente diferente de los demás sujetos de cualquier naturaleza no racional. Lo distintivo de este sujeto es que tiene un dominio sobre sus operaciones radicalmente superior del que tiene cualquier otro individuo vivo vegetal o animal. Los vegetales son dueños únicamente de la operación, en el sentido de que ellos la realizan; los animales se apropian, además, gracias al conocimiento, de la causa de sus operaciones, y los vivientes racionales son dueños también del fin de sus operaciones. Esta posibilidad que tienen los seres racionales de dirigir sus operaciones a fines libremente elegidos es lo que manifiesta la radical diferencia entre el actuar de un sujeto meramente sensitivo o animal y el actuar de la persona.

Ser alguien o ser persona, consiste en ser quien se es (ser el único que cada cual es) siendo para otros (prestando el servicio que cada cual, y solo él, puede prestar). En ese sentido, la persona se va haciendo a sí misma, va configurando su rostro a lo largo de su vida. Este hacerse a sí misma es también una manifestación de la autoposesión y del autogobierno que ejerce sobre sí misma.

El hombre es persona, es decir, dotado de razón y de voluntad libre, y enriquecido por tanto con una responsabilidad personal, y no sólo individuo; la persona no está finalizada por la especie: el hombre es un ser social pero no tiene fines exclusivamente personales.

El hombre es un ser de la naturaleza, pero, al mismo tiempo, la trasciende. Comparte con los demás seres naturales todo lo que se refiere a su ser material, pero se distingue de ellos porque posee unas dimensiones espirituales que le hacen ser una persona.

De acuerdo con la experiencia, la doctrina cristiana afirma que en el hombre existe una dualidad de dimensiones, las materiales y las espirituales, en una unidad de ser, porque, la persona humana es un único ser compuesto de cuerpo y alma. Además, afirma que el alma espiritual no muere y que está destinada a unirse de nuevo con su cuerpo al fin de los tiempos.

El hombre es persona, no es simplemente una cosa. La persona tiene una dignidad única: nadie puede sustituirla en lo que es capaz de hacer como persona. Y sólo entre personas puede darse la amistad y el amor. «Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar» (Catecismo de la Iglesia Católica, 357).

La creación material encuentra su sentido en el hombre, única criatura natural que es capaz de conocer y amar a Dios, y, de este modo, conseguir ser feliz. El mundo material hace posible la vida humana, y sirve de cauce para su desarrollo. Por eso, la Iglesia afirma que «Dios creó todo para el hombre (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 12, 1; 24, 3; 39, 1), pero el hombre fue creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación» (Catecismo de la Iglesia Católica, 358).

Todo hombre es llamado a la filiación divina por la gracia, es decir, a participar de la misma vida divina. Por esto la Gaudium et spes puede afirmar que el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma y que no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás.

Al ser el amor el fundamento y el sentido último de la libertad, su acto más radical y propio, un avance definitivo en la línea instaurada por Boecio (filósofo y poeta latino romano), es el que lleva a definir a la persona como principio o término, como sujeto y objeto, de amor. En este sentido, afirma con vigor el padre Carlos Cardona (fi­lósofo, teólogo y poeta): «El hombre, terminativa y perfectamente hombre, es amor. Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, autorreducido a cosa».

El hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios y «lo dotó» de unas facultades superiores que lo hacen el ser más excelso de toda la Creación.  Estas facultades que lo distinguen y lo elevan por encima de cualquier otra criatura son la inteligencia y la voluntad

 

Inteligencia y voluntad

La voluntad, como valor, consiste en hacer lo que tenemos que hacer, lo que debemos hacer, sin dejarnos vencer por las dificultades. La capacidad de querer que, junto con la capacidad de entender, son los motores de las acciones humanas. La voluntad es pieza clave del edificio de la personalidad. La voluntad es la facultad del alma que nos mueve a actuar para conseguir un bien concreto, un ideal; con constancia y con todas las fuerzas. Voluntad es determinación, firmeza en los propósitos, solidez en los objetivos y ánimo frente a los propósitos. Voluntad significa tener la intención de hacer algo, aunque cueste. Es la capacidad de hacer realidad los propósitos, la fuerza para superar los obstáculos. Sin fuerza de voluntad, poco podrá conseguir una persona; difícilmente llegará a su madurez y a alcanzar logros que le lleven a su autorrealización y a hacer algo por los demás. La persona debe aplicarse en la formación de una voluntad fuerte, dócil a la inteligencia, eficaz y constante en querer el bien, tenaz frente a las dificultades, y capaz de gobernar y encauzar con suavidad y firmeza todas las dimensiones de la persona.

La inteligencia, iluminada por la luz de Dios a través de la fe, permite al hombre «acceder al conocimiento del Dios» que lo creó; y la voluntad da al hombre la posibilidad de optar con libertad y realizar en su vida el plan de perfección que Dios pensó para él.  Esto significa que todo pensamiento, palabra o acción, para ser plenamente humanos y estar destinados al crecimiento de la persona, deben estar regidos por la inteligencia iluminada por la fe, que dicta lo que más conviene pensar, decir o hacer; y por la voluntad, que lleva adelante libremente y con inquebrantable decisión lo que se ha determinado, por encima de cualquier obstáculo que se pueda presentar en el camino: instintos, pasiones desordenadas, sentimientos mal encauzados, etc.

Esta es la ventana del espíritu. Se trata aquí de que sea la razón, formada e iluminada por la fe, la que señale siempre el camino a seguir, y no los sentimientos o pasiones.

La inteligencia es una potencia porque no está terminada, es una facultad que debe llegar a ser, es decir, llegar a su término. Cuando afirmamos que es una potencia estamos queriendo decir que tiene la facultad, la posibilidad de llegar a ser. Cuando decimos que una persona es un deportista en potencia, es porque tiene la facultad, los dones para llegar a ser un gran deportista, si se ejercita, puede llegar a serlo. La inteligencia es parte de la esencia misma del hombre y por lo mismo tiene la necesidad de ser perfeccionada, acabada para hacer al hombre más hombre; es una facultad, un don en potencia, por lo que debe actualizarse, perfeccionarse, acabarse, para lograr su plenitud. Podríamos decir que la inteligencia no sólo es educable, sino que debe educarse.

 

Libertad

La libertad es, como enseña León XIII, «el bien más noble de la naturaleza, propia solamente de los seres inteligentes, que da al hombre la dignidad de estar ‘en manos de su propia decisión’ y de tener la potestad de sus acciones».

Se entiende por libre albedrío, o libertad de arbitrio, que es la que propiamente se atribuye a la voluntad humana, la facultad de determinarse a obrar, es decir, la facultad de querer o no querer, o querer una cosa más que otra. Sólo hay libertad cuando el hombre no está determinado por una causa o un motivo interno (temor invencible, obcecación, pasión, etc.), ni por una causa o un motivo externo (coacción). Consiste, pues, la libertad en una decisión personal; o, como dicen los filósofos, en un obrar intrínseco, en la capacidad del hombre de decidir por sí mismo.

La libertad es, como ya apuntó Agustín de Hipona, la propiedad esencial de las dos potencias superiores de la persona: el entendimiento y la voluntad. E incluso podría afirmarse que define de manera intrínseca su mismo ser: la persona, toda persona, posee un ser libre. La persona humana, en concreto, es participadamente libertad.

La libertad no es una simple propiedad de la voluntad humana, sino que es característica trascendental del ser personal; es el núcleo mismo de toda acción realmente humana, y es lo que confiere humanidad a todos los actos del hombre y a cualquiera de las esferas sectoriales de su actividad, afirma el padre Carlos Cardona.

«Puesto el ser, creada la persona, la libertad se presenta en él como ‘inicio’ absoluto, como originalidad radical, como creatividad participada», sostiene el padre Carlos Cardona.

Todo el sentido de la libertad humana está, nos lo enseña Cristo, en cumplir por amor, aunque cueste, la voluntad del Padre. Eso es, realmente, lo único que vale la pena en este mundo. Ser libres es dejarnos llevar por el Señor.

La libertad que nos gana Cristo consiste en el poder de obrar el bien para vivir en comunión con Dios; un poder que nuestra voluntad posee gracias al conocimiento de la verdad. Obrar libremente el mal, es decir, pecar, es por el contrario esclavitud, y huir de la luz de la verdad.

La libertad tiene, pues, en el cristianismo un sentido preciso: es poder de obrar el bien; es capacidad, propia del hombre, que le permite moverse no ciegamente ni por instintos, sino por amor filial, bajo la luz de la fe, cumpliendo los designios de Dios, sin dejarse esclavizar por las criaturas, ni degradarse en acciones indignas de hijos.

La libertad es poder de conocer y amar al Señor y de causar con dominio los actos por los cuales nos unimos a Él, como a Padre amantísimo: «La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a este, alcance la plena y bienaventurada perfección» (Gaudium et spes, n. 17).

La libertad no es fruto de una insulsa indiferencia de la voluntad humana, de una abobada falta de inclinación entre lo que le perfecciona o le destroza; por el contrario, nace de la natural inclinación al bien absoluto, sembrada por Dios en la voluntad del hombre, y de la luz de su inteligencia que le capacita a conocer y valorar la verdad y el bien de las criaturas en su orden al Creador. Sólo la culpa original, nuestra naturaleza caída, permite explicar que usemos tantas veces mal de la libertad y la frecuente inclinación que sentimos hacia el pecado.

No es constitutivo del obrar bien la indiferencia de la voluntad, ni requiere ausencia de inclinación al bien ni excluye la necesidad moral con que el hombre ha de buscar su fin, como exigencia de su misma perfección. Lejos de cuanto parecen creer algunos, la libertad ni excluye la necesidad moral, sí, la física, ni presupone indiferencia entre el bien y el mal. La libertad es tendencia al bien: aunque puede obrar el bien y el mal, no tiende igualmente a uno y a otro. El bien es la inclinación más activa y natural de la libertad; el mal una inclinación desordenada y fundamentalmente pasiva: propensión a dejarse llevar por un bien inadecuado, por no querer con la fuerza necesaria el bien conveniente.

La libertad es, pues, energía para obrar el bien con señorío sobre los propios actos, a semejanza de Dios.

Lo propio de la libertad es cumplir con dominio sobre los propios actos el plan de Dios, hasta la entrega total de sí, por la que el cristiano se identifica con Cristo.

La libertad, conviene insistir, no es fruto de la indiferencia: un dominio para hacer cualquier cosa a nuestro arbitrio, sino dominio para cumplir la voluntad divina, para dejar que Dios realice entera su obra en nosotros.

Mientras el pecado esclaviza la libertad, el empeño por obrar el bien, dentro de todas nuestras limitaciones y defectos, la hace crecer.

«La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres» (Mons. J. Escrivá, Amigos de Dios, Madrid 1980).

La libertad se ejerce iluminada o guiada por la verdad. Libertad y verdad son dos elementos necesarios en la realización de la persona: ella no se realiza si no es mediante actos libres, ni tampoco se realiza si no es mediante actos que correspondan a la verdad moral, la verdad acerca del bien del hombre, enclavada en la realidad misma del hombre, en su naturaleza. La verdad moral, como toda verdad, es algo objetivo, algo que está en la realidad de la naturaleza humana y que la razón descubre y aprehende; es la que guía o ilumina la elección poniendo ante la conciencia durante la deliberación aquello en lo que consiste el bien del hombre en cada circunstancia. La conciencia hace a la persona experimentarse no sólo como alguien que se hace a sí mismo sino además como alguien que puede hacerse bueno o malo. La conciencia crea el sentido personal del deber, a partir del juicio de la razón. De este modo, con la formación del sentido del deber, la conciencia condiciona la autorrealización de la persona.

El sentido del deber es así el sometimiento de la libertad a la verdad moral.

Santo Tomás de Aquino subraya que Dios ha dotado a sus criaturas de verdadera capacidad de actuar, lo que implica que sus acciones tengan consecuencias reales. Si a las criaturas libres no les permitiera causar efectos malos, tal libertad sería ficticia. Por tanto, dice santo Tomás, «Dios permite que se produzcan algunos males para que no resulten impedidos muchos bienes»: la misma libertad, la capacidad de enmendarse, el heroísmo en la resistencia al mal, la solidaridad con los que sufren…

¿Por qué no evita Dios el mal? Por dos motivos; porque nos ha hecho libres, y porque la cruz es el instrumento de la Redención.

Nos ha hecho libres. Pudo no darnos libertad, en cuyo caso nadie pecaría, nadie se condenaría. Pero tampoco podríamos decir que nos salvaríamos: convertidos en muñecos incapaces de merecer, la salvación para esos seres-robots no tendría ningún significado. El robot no ama, no espera, no cree. ¿Qué supone la salvación para quien no ama libremente a Dios? ¿Qué felicidad cabe esperar de una situación de amor impuesto a la fuerza? Una felicidad pasiva, estúpida, mecánica. ¿Para rodearse de este tipo de seres creó Dios al hombre? ¿Pueden estos robots ser imagen y semejanza de Dios?

Y si nos ha hecho libres, nos tiene que dejar que, si queremos, usemos mal de nuestra libertad. Y de ese mal uso nace el mal material, pues somos los hombres los que creamos un mal que Dios ha de respetar como producto de las decisiones libres de seres libres.

Pero es que, además, la cruz es redentora. Dios permite el mal, permite la libertad que lo genera, pero lo vuelve en nuestro beneficio. Nos invita a que carguemos con el mal que nosotros mismos causamos, con la cruz que la vida pone sobre nuestros hombros, para que así no sólo recibamos los méritos redentores de la cruz de Cristo, sino que comuniquemos, se llama comunión de los santos, a los demás ese torrente de salvación. Él mismo, hecho hombre, recorrió su Calvario, fruto del mal uso de la libertad de sus verdugos, en lugar de evitar ese mal. «Si eres Dios, legiones de ángeles vendrán a salvarte». Hubiesen venido si las hubiese llamado, pero no lo hizo; respetó la libertad de quienes le condenaban, y transformó Su dolor en salvación para todos.

Hoy se confunde el bien y el mal «con sentirse bien o sentirse mal». Al final, sólo decide el sujeto, con su sentimiento, sus experiencias, con los eventuales criterios que ha encontrado.

Libertad para el aborto, libertad para el sexo, libertad para la diversión, libertad para la droga, libertad para la eutanasia. Políticos e intelectuales imponen poco a poco, hasta los últimos rincones del planeta, la cultura de la tristeza y de la muerte, donde el aborto sea algo trivial e «higiénicamente correcto», donde el suicidio y la eutanasia se disparan hasta llegar a ser el paso absurdo de quienes se olvidan de Dios y vienen a ponerse entre las garras del diablo…

Según el padre C. Cardona, el fin de la libertad es el amor electivo, el amor que se dona. Por eso, si la libertad creada tiene su fundamento en el Amor Esencial, al que se ordena, para obrar en dirección contraria, es decir, para pecar, el hombre tiene que prescindir de esta ordenación.

Somos libres porque somos inteligentes. Y la inteligencia es un misterio casi tan grande como la libertad. Es la prueba más evidente de que en el universo hay algo más que materia. Que hay pensamiento, que hay libertad, que hay bondad, que hay justicia, que hay amor.

Como Dios, el hombre es inteligente, posee una naturaleza espiritual, es libre y capaz de amar.

La espiritualidad humana se encuentra ampliamente testimoniada por muchos e importantes aspectos de nuestra experiencia, a través de capacidades humanas que trascienden el nivel de la naturaleza material. En el nivel de la inteligencia, las capacidades de abstraer, de razonar, de argumentar, de reconocer la verdad y de enunciarla en un lenguaje. En el nivel de la voluntad, las capacidades de querer, de autodeterminarse libremente, de actuar en vistas a un fin conocido intelectualmente. Y en ambos niveles, la capacidad de autoreflexión, de modo que podemos conocer nuestros propios conocimientos (conocer que conocemos) y querer nuestros propios actos de querer (querer querer). Como consecuencia de estas capacidades, nuestro conocimiento se encuentra abierto hacia toda la realidad, sin límite (aunque los conocimientos particulares sean siempre limitados); nuestro querer tiende hacia el bien absoluto, y no se conforma con ningún bien limitado; y podemos descubrir el sentido de nuestra vida, e incluso darle libremente un sentido, proyectando el futuro.

Pero esta excelencia por la que el hombre se destaca entre las demás criaturas, aunque se apoya en bases teológicas, también está al alcance de la razón humana. La inteligencia y libertad del hombre le distinguen de los demás seres, y lo elevan a un rango superior. Por esto, la dignidad de la persona no es fruto de cualidades accidentales, sino de la misma naturaleza del hombre como animal racional, capaz de pensar (el hombre no necesita máquinas para pensar, aunque pueda servirse de ellas; las máquinas nos pueden igualar y superar en muchos aspectos, pero carecen de la interioridad característica de la persona y de las capacidades relacionadas con esa interioridad: capacidad intelectual y argumentativa, conciencia personal y moral, capacidad de amar y ser amado, por ejemplo) y de amar.

El hombre capta los modos de ser de cada cosa, y a diferencia de los animales, puede profundizar en cada modo de ser. En la mente humana van teniendo cabida las realidades del mundo exterior (por eso Aristóteles dice que el hombre es de algún modo todas las cosas), que son entendidas con más o menos profundidad. Un animal ve imágenes de las cosas reales, y las estima como convenientes o no convenientes para sí; pero no puede entender las propiedades o el modo de ser íntimo de las cosas. Por eso, no puede elaborar cultura; aunque sí ciertas técnicas o habilidades.

Sería un error pensar que el hombre inventa la flecha sólo porque tiene necesidad de comer pájaros. También el gato tiene esa misma necesidad y no inventa nada. El hambre sólo impulsa a comer, no a fabricar flechas: son dos cosas muy diferentes. Por eso, no es correcto explicar al hombre sólo desde sus necesidades, sino también desde sus posibilidades y aspiraciones. La inteligencia humana no surge de una necesidad, sino de una dotación, y por eso no es un animal más. Tiene la capacidad de crear.

La ciencia natural proporciona una de las pruebas más convincentes acerca de las peculiaridades del hombre; en efecto, pone de manifiesto que el hombre, a diferencia de otros seres, posee unas capacidades creativas y argumentativas que resultan indispensables para plantear los problemas científicos, buscar soluciones, y poner a prueba su validez. El gran progreso científico y técnico de la época moderna ilustra las capacidades únicas de la persona humana, y no tendría sentido utilizarlo para negar lo que, en último término, hace posible la existencia de la ciencia.

El hombre es un ser moral; distingue el bien del mal; el animal no tiene moralidad. También el hombre es capaz de ponerse en el lugar del otro, de comprender, por esto es, dice Spaemann, un símbolo del Absoluto (de lo que de alguna manera está en todo).

La vida moral no tendría sentido si no se admitiera la libertad, que supone la espiritualidad. De hecho, algunas confusiones doctrinales y prácticas arrancan de esa base: se niega la espiritualidad, se reduce la persona a los condicionamientos materiales (características genéticas, impulsos instintivos, condiciones físicas de vida), y se niega que exista auténtica libertad; en consecuencia, el cristianismo se reduciría a la lucha por unas metas que pueden ser legítimas, pero que se refieren sólo a la vida terrena. La lucha por alcanzar la virtud y evitar el pecado no tendría sentido, o en el mejor caso, las nociones de virtud y pecado deberían reinterpretarse, alterando toda la enseñanza moral de la Iglesia.

 

Reflexión, meditación, intimidad, autenticidad, conciencia

El hombre tiene un comportamiento humano a través de la reflexión, de la consideración de su conducta. El hombre puede mejorar su actuación. El hombre, a diferencia del animal, puede volver sobre lo que ha realizado, considerarlo, mejorarlo, cambiarlo, encontrar múltiples soluciones a un problema. Esto es la racionalidad, la capacidad de conceptualización, de «poner nombre» a las cosas, de descubrir su esencia.

La meditación para el hombre es básica: en ella se profundiza, se pone en marcha la capacidad más específicamente humana, aquella que marca la diferencia del comportamiento humano.

Todos tenemos una intimidad, un mundo interior donde nos reflejamos, nos vemos, nos comparamos con los demás, juzgamos las situaciones, valoramos nuestra actuación, etc. En ese espacio interior también nos sentimos queridos o no, nos sentimos protegidos y seguros o no; allí se proyecta o se imagina el futuro: será así o será asá; allí aparecen nuestros gustos, nuestros intereses, las cosas que nos son congeniales, las que nos agradan, todo un conjunto de pensamientos, ideas, ocurrencias… que cada persona lleva consigo y que aflora especialmente en algunos momentos, al ir por la calle, en la ducha, etc.

La autenticidad de la persona, su carácter, su identidad, su personalidad se forja en esa conversación interior. La autenticidad es no sólo vivir, sino también saber que vivimos y por qué vivimos, cuáles son los motivos de nuestras acciones, de nuestras reacciones. El proceso de maduración de una persona es precisamente este proceso de búsqueda de la propia identidad que la hace dueña de sus actos; a esto es a lo que se llama autenticidad. La autenticidad es el proceso constante de contrastar lo que hacemos con lo que somos, con la definición de lo que somos, es decir, con la resultante de este mundo interior que poseemos. Si no existe reflexión, meditación, no existe definición de la persona, no hay una resultante del mundo interior y la persona no se conoce, sus mismas acciones le resultan incomprensibles.

Se trata, en resumen, de lo que se llama el proyecto de vida personal, su elaboración y ejecución. Ahí está condensada la vida de la persona, sus posibilidades de integración y felicidad o su desintegración y fracaso. La vida auténtica es la que tiene un proyecto realista, contrastado con uno mismo, con las propias posibilidades. Como se ve, la vida auténtica se refiere a una capacidad de autorreflexión, mejor dicho, se juega en la reflexión y en la meditación de la propia conducta, de la propia vida.

Una persona con capacidad para la meditación, para entrar dentro de sí mismo, para vivir de acuerdo con su intimidad, toma su vida en sus manos. La vida es tiempo y su relación con el tiempo se hace fluida: vive toda la vida en presente, la tiene presente ante sí; ya que asume el pasado en el hoy y desde el hoy proyecta el futuro, un futuro posible, adecuado a él mismo. Sin meditación todo esto no es posible.

El ser humano es alguien con intimidad, por eso podemos ensimismarnos y descubrir lo que nos sucede por dentro, para luego comunicarlo y encontrar consejo, consuelo… o, también, para aconsejar, para consolar. Muchas veces esta riqueza interior asusta y hay quienes prefieren no enterarse pues no saben qué hacer con tanto poder.

Aunque de manera negativa, algo característico de la persona humana que la coloca en un plano absolutamente distinto de los animales, es la capacidad de disimular, de ocultar lo que siente, lo que piensa, lo que quiere. Puede esconder y guardar su mundo para sí, aún a sabiendas de que tal hermetismo le puede dañar. Sólo el ser humano se puede poner una máscara y representar una comedia. Y nadie más.

En ese diálogo con uno mismo adquiere un puesto central, lo que se llama la conciencia. La conciencia es ante todo un descubrimiento personal que se hace de la propia intimidad.

La conciencia no es lo mismo que el conocimiento. El ser humano conoce por sus sentidos (sensaciones) y por su entendimiento (ideas o conceptos) y el objeto de todo conocimiento es la posesión intencional (u objetiva) de una forma ajena. La conciencia no es conocimiento, sino más bien el estado o situación subjetiva en que se encuentra la persona como resultado de todos los conocimientos que tiene acerca de sí, de sus acciones y de su mundo.

La conciencia permite a la persona no sólo conocer y reconocer sus acciones, así como la relación de estas respecto a la persona, sino además experimentar en sí estas acciones como acciones propias que ella ejecuta libremente y por propia voluntad y cuyas consecuencias asume.

El recto funcionamiento de la conciencia requiere de un cierto equilibrio entre el grado de autoconocimiento y la intensidad y variabilidad de las emociones; quien se conozca mejor a sí mismo será más capaz de dominar emociones más intensas o cambiantes.

«En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que este se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo» (constitución pastoral Gaudium et spes, n. 16).

«El hombre percibe y reconoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina; conciencia que tiene obligación de seguir fielmente, en toda su actividad, para llegar a Dios, que es su fin. Por tanto, no se le puede forzar a obrar contra su conciencia. Ni tampoco se le puede impedir que obre según su conciencia, principalmente en materia religiosa» (Dignitatis humanae, declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, n. 3, 1965).

«La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina: La conciencia ‘es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza […] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo’, Juan Enrique Newman, Carta al duque de Norfolk, 5» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1778).

Quien quiera aceptarse como persona ha de saber que tiene que aceptar las exigencias que el ser persona lleva consigo, y la más exigente sin duda, es atender a pecho descubierto la voz de la propia conciencia, que emite juicios implacables.

Obedecer a la conciencia es obedecer a Dios, por eso es importante seguir siempre lo que ella nos dicta. Todos debemos prestar mucha atención a nosotros mismos para poder oír y seguir la voz de la conciencia.

La conciencia nos ordena en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal.

La conciencia moral es la misma inteligencia que hace un juicio práctico sobre la bondad o la maldad de un acto.

La dignidad de la persona exige que tengamos una conciencia moral recta (siempre juzga con fundamentos y prudencia).

Es necesario que actuemos siempre con conciencia cierta, es decir, que los juicios de nuestra conciencia sean seguros y fundados en la verdad. Por ello, debemos poner todos los medios para salir de la duda o del error.

Tenemos obligación de formar nuestra conciencia de acuerdo con nuestros deberes personales, familiares, de trabajo y de ciudadano; los mandamientos de la Iglesia, los mandamientos de la Ley de Dios y todas las responsabilidades que hayamos contraído libremente. Esta obligación es nuestra y nadie la puede cumplir en nuestro lugar.

Una conciencia bien formada siempre nos invitará a actuar de acuerdo con nuestros principios y convicciones, nos impulsará a servir a los hombres.

En síntesis, cabe decir que la conciencia no es una facultad de la persona humana, ni menos un sujeto independiente de esta, sino la misma racionalidad o espíritu humano en cuanto hace las funciones de reflejar lo conocido y experimentar la propia subjetividad. Esta última es la función más importante de la conciencia pues es la que permite que cada persona se conozca y se experimente como un alguien único, distinto de todo lo demás y dueño de sus propias acciones.

 

Peter Singer y su famoso libro Animal Liberation

Numerosas personas se pronuncian a favor de la prohibición de los experimentos médicos con los animales, del uso de las pieles para los vestidos, etc. Algunos van más lejos, hasta construir cementerios u hoteles para los animales. El filósofo australiano Peter Singer desde hace tiempo viene repitiendo la idea de que no hay diferencia intrínseca entre los animales y el hombre. En su famoso libro Animal Liberation (Liberación animal ), publicado en inglés en 1975; en español, en la editorial Taurus, 2011), Singer pide que se ponga fin a la «tiranía» de los hombres sobre los animales. Según él, nuestro tratamiento injusto de los animales es equivalente al racismo y al sexismo. Para referirse a él, ha acuñado la palabra «especismo». Más que hablar de derechos, Singer pide una igualdad para los animales. En su moral utilitarista, basada en Bentham y otros, la vida de un feto no tiene más valor que la vida de un animal. De hecho, en una entrevista concedida en 1996, afirmó que, si comparamos la vida de un chimpancé con la un bebé con problemas cerebrales, hay que reconocer un mayor «significado moral» al chimpancé.

«Aunque hay miles de seres humanos, dice el padre Guillermo Juan Morado, que son vejados en su dignidad, que no ven reconocidos sus derechos, que son objeto de explotación, de compra-venta o de esclavitud, situación que no parece alarmar a Singer y sus secuaces», lo que más llama la atención del «Proyecto Gran Simio», fundado en 1993, «una iniciativa, sigue diciendo el padre Guillermo Juan Morado, que fue presidida por el filósofo Peter Singer que pretende la inclusión de los grandes simios: chimpancés, gorilas, bonobos y orangutanes en la categoría de ‘personas’, otorgándoles la consecuente protección moral y legal, hasta ahora reservada sólo a los humanos. Dicho Proyecto no es el deseo de tratar bien a los simios, sino la voluntad de redefinir el concepto de persona. El reconocimiento de la singularidad humana está en entredicho. Y, por consiguiente, también lo está el reconocimiento de la razón por la cual el ser humano es persona y sujeto de derechos inalienables».

En realidad, el esfuerzo por equiparar los animales con el hombre no resulta de la exaltación de los animales, sino más bien de la reducción del hombre a la pura materia, negando su naturaleza espiritual.

«Singer se define ‘materialista en sentido filosófico’, darwinista, políticamente de izquierdas…, y, sobre todo, antinaturalista. En realidad, su procedencia intelectual está fuertemente marcada por dos rasgos: el pragmatismo sensista, fuertemente inspirado en J. Bentham, y el laicismo militante, alérgico a lo sobrenatural y ateo», afirma el padre Leopoldo Prieto.

 

Los animales, ¿sujetos de derecho?

Algunos defienden que los animales tienen derechos porque tienen intereses, observa Machen, que necesitan satisfacer. Sin embargo, el mero hecho de tener intereses no es suficiente para establecer un derecho a algo, defiende. Además, tener derechos implica respetar obligaciones recíprocas con los demás. Si los animales tuvieran derechos basados en intereses, tendrían obligaciones hacia los demás. Pero el reino animal no funciona de esta manera. Las cebras pueden tener interés en que no las mate un león, pero esto no implica ningún derecho que el león esté obligado a respetar.

No es posible considerar ni a los animales ni a la naturaleza como sujetos de derecho, sencillamente porque existe en el hombre una realidad espiritual que corresponde a su intelectualidad, a su capacidad racional. Derecho, literalmente, es lo recto, lo no torcido, en cuanto, conforme a la realidad, en el sentido de adecuado a ella, proporcionado, o como lo definía Celso, el arte de lo bueno y de lo equitativo (Digesto, I, 1). En este sentido, y en cualquier otro «sentido» que se le quiera atribuir al término, está íntimamente relacionado con los actos humanos, es decir, que son propios de quien posee voluntad, libertad e inteligencia. El derecho de alguien substantivo, designa aquello que, lo que, es adecuado o justo en relación con esa persona, lo que le corresponde.

Ser sujeto de derecho suele definirse como tener derechos y obligaciones jurídicas. Sujeto («sub-jectum») indica: sometido, vinculado. De aquí deriva, probablemente, el hecho de considerar, universalmente, que sujeto de derecho, en sentido propio, es sólo la persona. Pues sólo la persona, en virtud de su inteligencia y voluntad, es libre o susceptible de mérito y responsabilidad. Esto, aunque no pueda ejercerlos en acto; se trata, en efecto de algo que le es propio a su naturaleza capaz de responsabilidad (por eso, lo son el niño, el demente, el enfermo, el hombre en coma, el que depende de otro, etc.).

La persona humana es el sujeto y el objeto del Derecho. Toda relación jurídica se da entre personas (físicas y/o jurídicas) y todo el Derecho está al servicio de las personas.

Si el ser humano no fuera libre y responsable no habría Derecho.

Lo que propiamente corresponde a los animales, y a la naturaleza en general, es ser objetos de Derecho si se quiere y en cierto sentido, es decir, receptores de responsabilidades jurídicas, por parte del hombre. Porque como sujetos de derecho, nosotros tenemos la obligación de preservarlos, respetarlos, cuidarlos, etc.

Referido a los «animalia», al Reino Animal, y esto para evitar la argumentación animalista de que también somos animales, pues ciertamente compartimos con los animales la capacidad de reproducción, nutrición y crecimiento, sin embargo, en nosotros se da la facultad del intelecto que introduce un salto cualitativo insalvable entre seres humanos y animales.

Otros defensores de los derechos de los animales no se apoyan en argumentos basados en intereses o capacidades, sino que mantienen que toda vida es sagrada y no podemos imponernos sobre ella. Una variante de esta postura es el argumento de que la naturaleza es sagrada y por eso es moralmente erróneo dañarla lo más mínimo.

Pero este argumento es simplemente poco práctico, observa Machen, porque no podríamos vivir sin matar algunos animales. La cuestión también se plantea sobre qué o quien hace sagrada a la naturaleza.

Algunas veces, reconoce Machen, la gente simplemente se apena por la idea de que los animales sientan dolor o sufrimiento, y esperan atribuirles derechos que eviten estos problemas. Sin embargo, el mero hecho de tener derechos no elimina el sufrimiento, como la experiencia humana demuestra ampliamente, afirma.

La moralidad humana, observa Machen, implica algo más que derechos. El ejercicio de las virtudes como la templanza y la moderación son también importantes. Por lo tanto, cuando alguien se comporta de modo cruel o derrochador con los animales, se puede afirmar correctamente que daña su carácter moral.

Pero, si una falta de cuidado por la vida y el bienestar de los animales demuestra un defecto de carácter, esto no significa, concluye Machen, que no podamos utilizar los animales de forma responsable para obtener los beneficios necesarios. El elemento clave aquí consiste en distinguir lo que es una conducta caprichosa de lo que es necesario para el bienestar humano. Una distinción que los que se preocupan por los animales deberían tener presente.

 

Roger Scruton y su libro Animal Rights and Wrongs

En respuesta a este tipo de argumentos, el filósofo inglés Roger Scruton ha publicado un libro donde critica a quienes pretenden poner los animales al mismo nivel del hombre. Su publicación Animal Rights and Wrongs (Derechos de los animales y los errores, Londres 1996), ofrece una serie de argumentos convincentes. Por lo que se refiere al tema de la diferencia en la capacidad intelectiva entre el hombre y los animales, Scruton hace las siguientes observaciones:

– Los animales tienen deseos, pero no hacen opciones. Cuando entrenamos un animal cambiamos sus deseos, pero el animal no hace una opción.

– La inteligencia de los animales está orientada por sus instintos y la experiencia del momento. El hombre, por el contrario, puede proyectarse en el futuro.

– La vida social de los animales está guiada por los instintos y no hay diálogo o razonamiento moral como existe en una comunidad de personas.

– Los animales no tienen una imaginación propiamente hablando, o un sentido estético y sus emociones están limitadas a un nivel físico. Tampoco tienen consciencia de sí o un lenguaje abstracto.

Roger Scruton, profesor de filosofía, ofrece un lúcido examen en su obra antes citada. Su respuesta es que nuestro trato con los animales ha de estar regido por la piedad, que nos recuerda la diferencia esencial que separa a los animales de los seres humanos, pero también que no somos dueños absolutos de la naturaleza.

Ben Kobus afirma que Scruton parte de la moral clásica y los sentimientos naturales. Basa su argumentación en un completo examen de la vida moral, en el que tienen sitio tanto la razón como la virtud y la piedad. Luego muestra por qué ciertas actitudes no son más que propio interés disfrazado o sentimentalismo egoísta. Así logra demostrar la falsedad de los argumentos utilitaristas y darnos razones para nuestra conducta más sólidas que el álgebra de placeres y dolores.

La intención de Roger Scruton es examinar las diferencias entre nosotros, en cuanto seres con vida moral, y el resto de la naturaleza, porque la moral tradicional se basa en esta distinción, sostiene Ben Kobus.

Al hablar de los animales, Scruton revela, por contraste, los maravillosos atributos que tenemos por ser humanos. Pues su libro trata de ética. Explica que «las cuestiones que voy a discutir surgen porque somos animales, pero animales de una clase muy particular: animales que tienen conciencia de sí como individuos, con derechos, responsabilidades y deberes, y que son capaces de extender su compasión a otras especies».

Después de que Roger Scruton escriba con tanta altura de las cualidades que hacen de los hombres seres libres y éticos, distintos de los animales, extraña, asegura Ben Kobus, que a veces insinúe que la eutanasia es admisible, siempre que se tenga el consentimiento del paciente. Sólo Dios tiene dominio absoluto sobre la vida del hombre. Pero si el animal existe en relación con el hombre, la existencia humana sólo se comprende por entero en relación con Dios, afirma Kobus.

 

Karol Wojtyla y su libro Amor y responsabilidad

Hay otro filósofo que escribió sobre la diferencia entre el hombre y los animales. Es Karol Wojtyla. En su libro Amor y responsabilidad,  Palabra, 2016, escrito antes de ser elegido Papa, examina aquello que diferencia al hombre de los demás seres, incluso los animales. Una persona es un ser racional, con una capacidad intelectiva cualitativamente superior a los animales. Pero no nos encontramos sólo ante una cuestión de funcionalidad intelectiva. La persona goza de una interioridad, en cuanto que es un sujeto con un carácter espiritual, en el que se incluye una conciencia y una orientación hacia la verdad y el bien. Por tanto, la naturaleza del hombre es sustancialmente diversa a la de los animales e incluye la capacidad de la autodeterminación basada sobre la propia reflexión y la libre voluntad.

  

El Catecismo de la Iglesia Católica

La diferencia esencial entre la persona y un animal está claramente expresada en el Catecismo de la Iglesia Católica. En el punto 342 se dice: «La jerarquía de las criaturas está expresada por el orden de los ‘seis días’, que va de lo menos perfecto a lo más perfecto. Dios ama todas sus criaturas (cf Sal 145, 9), cuida de cada una, incluso de los pajarillos. Sin embargo, Jesús dice: ‘Vosotros valéis más que muchos pajarillos’ (Lc 12, 6-7), o también: ‘¡Cuánto más vale un hombre que una oveja!’ (Mt 12, 12)». «El hombre es la cumbre de la obra de la creación. El relato inspirado lo expresa distinguiendo netamente la creación del hombre y la de las otras criaturas (cf Gn 1, 26)», 343 del Catecismo. El 2415 afirma que «los animales, como las plantas y los seres inanimados, están naturalmente destinados al bien común de la humanidad pasada, presente y futura». Pero el dominio del hombre sobre los animales, y sobre toda la creación, no debe ser entendido como un poder absoluto. Si bien es posible servirse de los animales para responder a las necesidades humanas, es necesario respetarlos como criaturas de Dios. El 2417 dice: «Por tanto, es legítimo servirse de los animales para el alimento y la confección de vestidos. Se los puede domesticar para que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios. Los experimentos médicos y científicos en animales son prácticas moralmente aceptables, si se mantienen en límites razonables y contribuyen a cuidar o salvar vidas humanas». El 2418 advierte que se debe evitar hacer sufrir sin necesidad a los animales, pero también afirma que no es bueno invertir en ellos sumas de dinero que podrían ser destinados a aliviar la situación de los pobres. Además, explica que «no se debe desviar hacia ellos el afecto debido únicamente a los seres humanos».

 

El alma humana y el alma de los animales

En cierto modo, animales como perros, gatos y hasta peces de colores tienen alma. Sin embargo, el alma de los animales no es como la de los hombres. El hombre tiene un alma personal, espiritual e inmortal, mientras que el alma de los animales no es de naturaleza espiritual.

San Juan Pablo II, recordando la enseñanza de Pío XII a propósito de la evolución, afirma: «La doctrina de la fe afirma invariablemente, en cambio, que el alma espiritual del hombre es creada directamente por Dios […]. El alma humana, de la cual depende en definitiva la humanidad del hombre, siendo espiritual, no puede emerger de la materia» (san Juan Pablo II, audiencia general, «L’uomo, immagine di Dio, è un essere spirituale e corporale», 16.IV.1986).

Este reconocimiento no demerita a los animales como compañeros leales y creaturas útiles al hombre. Más bien nos mueve a reflexionar sobre las actitudes exageradas que se toman con los animales. Si bien muchos de ellos pueden ser nuestros compañeros leales, esto no significa que sean idénticos a nosotros y que deban recibir las mismas atenciones espirituales que un ser humano.

 

A modo de conclusión

Necesitamos verdades fuertes sobre el hombre, pero no cualquier tipo de verdades fuertes. El hombre no es puro instinto, ni un simple engranaje del sistema productivo, ni una célula utilizada por el gran cuerpo de la sociedad.

Hay mucho más en cada hombre. Hay un alma, un espíritu, que no termina con la muerte, que empieza a vivir un día y camina hacia la plenitud de lo infinito. Vale cada ser humano, pobre o rico, grande o pequeño, sano o enfermo, nacido o sin nacer, del norte o del sur, porque cada uno tiene algo de divino, un soplo de Dios.

Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Que tenga autoridad sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, sobre los animales del campo, las fieras salvajes y los reptiles que se arrastran por el suelo» (Gn 1, 26). En el siguiente versículo se dice: «Y creó Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios lo creó. Varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). Y en el versículo 28 se dice: «Dios los bendijo, diciéndoles: ‘Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Tengan autoridad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra’» (Gn 1, 28).

El hombre es la única criatura hecha a imagen y semejanza de Dios.

Que el hombre es imagen de Dios significa, ante todo, que es capaz de relacionarse con Él, que puede conocerle y amarle, que es amado por Dios como persona.

El libro del Génesis (Gn) es extraordinariamente preciso: definiendo al hombre como «imagen de Dios», pone en evidencia aquello por lo que el hombre es hombre, aquello por lo que es un ser distinto de todas las demás criaturas del mundo visible.

El hombre es imagen de Dios. Es persona a imagen de las personas divinas. Un ser inteligente y libre, capaz de bien y de amor, y que se realiza amando, a imagen de las personas divinas.

En definitiva, «el hombre creado a imagen de Dios es un ser a la vez corporal y espiritual, o sea, un ser que por una parte está unido al mundo exterior y por otra lo trasciende: en cuanto espíritu, además de cuerpo es persona. Esta verdad sobre el hombre es objeto de nuestra fe, como también lo es la verdad bíblica sobre su constitución a ‘imagen y semejanza’ de Dios; y es una verdad constantemente presentada, a lo largo de los siglos, por el Magisterio de la Iglesia» (san Juan Pablo II, audiencia general, 16.IV.1986).

 

 

 

[1] Para facilitar la labor y, a petición de numerosos lectores, se publica de nuevo hoy este escrito, con algunas modificaciones. Este artículo fue publicado el 27 de febrero de 2020 en Soto de la marina.