Colaboraciones

 

Las diversas variedades del absolutismo en Mons. Ketteler (y II)

 

 

 

08 junio, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

En la evolución del retorno al absolutismo pagano, que acaba conduciendo a las formas contemporáneas de totalitarismo (nacionalista, socialista, liberal), Ketteler recuerda que «los mismos partidos que en los últimos ochenta años [es decir, preliberales y liberales, así como socialistas] han enarbolado la bandera de la revolución, sólo repudian del absolutismo el nombre y la forma, reteniendo el fondo», y esto es algo que el mismo Tocqueville constató. En efecto, «es el mismo espíritu, bajo dos formas diferentes; el fondo es absolutamente igual. Que un emperador romano diga: “Mi capricho es la ley del Universo”; que un príncipe protestante diga: “Cujus regio, ejus religió” (“cada uno debe creer lo que yo creo, cada conciencia debe regularse por la mía”); que un soberano legítimo diga: “El Estado soy yo”; que Robespierre diga: “La libertad es el despotismo de la razón, y la razón es lo que yo y el Comité de Salvación Pública os ordenamos y lo que debéis obedecer puntualmente, si no queréis ser conducidos a la guillotina”; que, en fin, el gran profeta del liberalismo moderno, Casimir Perier diga: “La libertad es el despotismo de la ley, y la ley es lo que yo os prescribo con la mayoría de las Cámaras”, “todo esto es en el fondo perfectamente idéntico y tiende a un mismo objeto: al absolutismo del Estado”».

Magnífica demostración, por lo tanto, de cómo el absolutismo y el totalitarismo tienen su fundamento común en convertir lo que es una norma subjetiva y dada por el hombre, en la norma suprema del orden social y político. Es decir, la moral autónoma, el Estado sin Dios, la ateocracia, el apartamiento de las auténticas bases cristianas, sólo pueden conducir a diversas formas de absolutismo o totalitarismo. Y ello, aunque lo hagan en nombre de la libertad. Por eso Ketteler procede a continuación a estudiar «la forma más moderna del régimen absoluto: el absolutismo disfrazado con apariencias de libertad».

Este no es otro que el liberalismo moderno: «El liberalismo moderno, por su propia e íntima naturaleza, inclínase enteramente hacia la omnipotencia del Estado: es el hijo intelectual, el heredero de la monarquía absoluta y de la burocracia de los últimos siglos. Si en algo se distingue, es sólo por la forma exterior, por un lenguaje que parece expresar lo contrario de lo que él es en realidad, y por los individuos que en el poder lo representan; pero en su fondo real, fondo siempre visible a través de las apariencias, es el instrumento de la centralización intolerante y absoluta del poder omnímodo del Estado, ejercitado a expensas de la libertad individual y corporativa. Los nuevos gobernantes, hombres que se intitulan “por la gracia del pueblo”, blanden el mismo cuchillo que los déspotas que mal empleaban el título “por la gracia de Dios”, “prosiguiendo y cumpliendo la misma obra, sobre todo contra la Iglesia Católica. El cetro que hasta ahora estuvo en manos de la monarquía absoluta, los pseudo-representantes del pueblo “nueva encarnación del autoritarismo” quieren hoy esgrimirlo con más vigor que antes». A continuación, Ketteler muestra cuáles son los rasgos característicos del liberalismo moderno, al que también denomina «falso liberalismo».

El primero «es que habla mucho de libertad, con lo cual fascina y trastorna a los pueblos, pero en realidad ignora en qué consiste la verdadera libertad y, siendo opuesto a ella, lleva al pueblo por una pendiente de degradación y servidumbre».

El segundo de los rasgos que señala Ketteler en el liberalismo moderno es «hablar sin cesar del pueblo y querer hacerlo todo en su nombre. Según su doctrina, el Estado representa la majestad del pueblo, la ley del Estado es la expresión de su voluntad, y el poder del Estado ejecuta sus órdenes, pero esto también, desgraciadamente, es impostura y fraude».

Bien observa Ketteler poco más adelante que, «a los ojos del liberalismo, el pueblo es la fuente de todos los derechos; pero con la restricción de que ha de ejercitarlos lo menos posible. Su derecho consiste principalmente en el derecho de hacer las elecciones; es decir, en la facultad de escribir de tiempo en tiempo durante algunos minutos un nombre en una papeleta electoral y elegir él mismo a sus carceleros. Hecha la elección, es a ellos a quienes pertenece desde entonces la tarea de hacerlo todo en nombre del pueblo: lo que ellos deciden en el ejercicio de su omnipotencia se llama la voluntad, la soberanía, la libertad popular. De aquí resulta que el liberalismo no representa en manera alguna el verdadero pueblo: sólo representa a su propio partido. Todo lo que en las ideas del pueblo no está de acuerdo con las ideas de la pandilla liberalesca, queda totalmente desatendido. Por lo menos, eso es lo que a diario vemos en las Cámaras donde reina este falso liberalismo».

La tercera característica del liberalismo moderno es «“su impiedad, y en particular su odio al cristianismo positivo, notablemente a la Iglesia Católica y a cuantos cumplen con fidelidad sus preceptos”. Experimenta indecible respeto por todas las opiniones que reflejan incredulidad, y, en cambio, le inspira manifiesta repulsión cuanto lleva el sello del puro y verdadero cristianismo. En las asambleas en que domina el liberalismo moderno apenas si es ya permitido pronunciar palabras francamente cristianas».

Mons. Ketteler no lo duda: «Este absolutismo disfrazado con la máscara de la libertad, este liberalismo hipócrita y engañador debe ser combatido sin descanso por los católicos, bajo cualquier forma que se presente. Es más intolerable y más nocivo que lo fue nunca ningún otro absolutismo. El liberalismo moderno va más lejos que el absolutismo monárquico, tal como hace algunos lustros se le representaba: quiere sustituirse hoy, no sólo a la inteligencia, sino a la conciencia de los ciudadanos. Por todas partes vemos prevalecer el mismo sistema: el absolutismo, llámese monárquico, burocrático o liberal, concluye siempre por negar la dignidad humana y es la antítesis perfecta de la razón y del cristianismo. Es, en fin, “un absolutismo degradante”».