Colaboraciones

 

Sobre el cisma (V)

 

 

 

28 mayo, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

La separación de la Iglesia es necesariamente un mal, un acto dañino y culpable, el abandono del verdadero camino de salvación, independientemente de todas las circunstancias contingentes. Además, las doctrinas de los Padres excluyen a priori cualquier intento de justificación. Para usar sus palabras, está prohibido para los individuos o para las Iglesias nacionales o particulares, constituirse en jueces de la Iglesia universal; el mero hecho de tener tal intento conlleva su propia condenación. San Agustín resumió toda su controversia contra los donatistas en la máxima: «El mundo entero sin vacilar los declara equivocados a quienes por sí mismos se separan del mundo entero en cualquier porción del mismo». Aquí puede citarse nuevamente a Bayle: «Los protestantes presentan sólo razones discutibles; no ofrecen nada convincente, ninguna demostración: prueban y objetan, pero hay réplicas a sus pruebas y objeciones; responden y se les contesta incesantemente; ¿por esto vale la pena crear un cisma?» (Dict. crit., art. Nihusius).

La Tradición repite, a través de diferentes formas, todo lo que Ireneo escribió: «La Iglesia extendida por toda la tierra, recibió de los Apóstoles y sus discípulos la fe en un sólo Dios». Luego el escritor continúa: «Depositaria de esta predicación y de esta fe es la Iglesia que se multiplica a través de todo el mundo, las vigila tan diligentemente como si ella habitara en una sola casa. Ella cree unánimemente en estas cosas como si tuviera un sólo corazón y una sola alma; ella las predica, las enseña y da testimonio de ellas como si no tuviera sino una sola boca. Aunque hay en el mundo diferentes lenguajes no hay sino una única e idéntica corriente de tradición. Ni las Iglesias fundadas en Galia, ni las establecidas entre los iberos, ni las de los países de los celtas, ni las del Oriente, ni las de Egipto, ni las de Libia, ni las del centro del mundo presentan alguna diferencia de fe o de predicación; pero como el sol creado por Dios es uno y el mismo a través de todo el mundo, así una sola luz, una única predicación de la verdad, ilumina todos los lugares e ilustra a todos los hombres que quieren

lograr el conocimiento de la verdad» (Adv. Hær., 1, 10). El Obispo de Lyon declaró que los continuadores del ministerio Apostólico eran los «presbíteros de la Iglesia», y que un hombre era cristiano y católico sólo a condición de obedecerlos sin reservas.

La unidad de creencia requiere conformidad con la Escritura y con la autoridad viviente de la Iglesia, o más exactamente, obediencia absoluta a la infalible autoridad magisterial, tanto para la que interpreta la Escritura como para la que preserva y transmite bajo cualquier otra forma el depósito de la Revelación.

Según San Ireneo, la fe es probada, y sus enemigos confundidos igualmente por la Escritura y la tradición (Adv. Hær., 3, 2), pero el auténtico guardián de ambas es la Iglesia, los obispos como sucesores de los Apóstoles: «La tradición Apostólica se manifiesta a través de todo el mundo y en todas partes en la Iglesia, que está al alcance de aquellos que desean conocer la verdad; porque podemos enumerar los obispos establecidos por los Apóstoles, así como sus sucesores hasta el día de hoy» (op. cit., 3). A estos guardianes, y a ellos únicamente, deberíamos recurrir con confianza: «La verdad, que es fácil de conocer a través de la Iglesia, no debe ser buscada en otro lado; en la Iglesia en la que, como rico tesoro, los Apóstoles depositaron la totalidad de lo que atañe a la verdad, de ella quien lo desee recibirá la poción (líquido que se bebe) de vida. Ella es la puerta de la vida; todos los demás son ladrones y salteadores» (3, 4). Tal es la autoridad de la tradición viva que, a falta de Escritura, debe recurrirse a la tradición sola. «¿Qué seríamos si los Apóstoles no nos hubieran dejado las Escrituras? ¿No tendríamos que recurrir a la tradición que ellos confiaron a quien encargaron del gobierno de las Iglesias? Esto es lo que hacen muchos pueblos bárbaros que creen en Cristo y que guardan la ley de la salvación escrita en sus corazones por el Espíritu Santo, sin tinta o papel y que fielmente conservan la antigua tradición» (3, 4). Es claro que con la asistencia del Espíritu Santo la autoridad didáctica de la Iglesia es preservada del error; «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia con todas las gracias y con el Espíritu de verdad» (3, 24). «Esto es el por qué debe darse obediencia a los presbíteros que están en la Iglesia, y que, habiendo sucedido a los Apóstoles, junto con la sucesión episcopal, han recibido por voluntad del Padre un cierto carisma de verdad» (4, 26). Esto se encuentra bastante alejado de las afirmaciones del camino-medio y las restricciones de la Escuela de Oxford. La misma conclusión puede sacarse de la declaración de Tertuliano sobre la imposibilidad de resolver una dificultad o terminar una querella recurriendo a la Escritura sola (De præscript., 19), y de las palabras de Orígenes: «Puesto que entre los muchos que presumen de una doctrina en conformidad con la de Cristo hay algunos que no concuerdan con sus predecesores, todos adhirámonos a la doctrina eclesiástica trasmitida de los Apóstoles, vía sucesión y preservada en la Iglesia hasta el día de hoy. No tenemos ninguna verdad en la cual creer sino la que no se desvía de la tradición eclesiástica y Apostólica» (De princip., præf., 2).