Fe y Obras

Creer en Dios pero no en la Iglesia no es posible

 

 

05.11.2015 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Sin duda alguna, hay muchas formas de ver las cosas. Es más, en determinados asuntos resulta del todo conveniente que existan distintos pareceres porque, seguramente, se enriquece la convivencia con los mismos.

Sin embargo, esto parece que no lo tenía muy claro san Cipriano que acuñó una frase redonda porque es, sobre todo, verdadera y, además, exacta en su destino.

Dice tal que así: “No puede tener a Dios como Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre”.

No es poco lo que dice porque, además, pone en un brete a aquellos creyentes que creen, muy al contrario de lo dicho por el padre de la Iglesia que naciera en Cartago, que es posible creer en Dios pero no, precisamente, en Su Iglesia.

Y tal es una contradicción que no es, simplemente, permisible.

Puede parecer, para empezar, que resulta posible hacer una tal distinción entre Dios, por un lado y la Iglesia católica, por otro.

Sin embargo, hay algunas realidades espirituales que parecen no entender quienes así piensan y, sobre todo, así actúan.

Cuando Jesucristo se dirigió a Pedro y le dijo “tú eres Pedro, y sobre esta piedra ‘edificaré yo mi Iglesia’” quiso decir lo que dijo: que en aquel hombre ponía su confianza. Así, en la Iglesia que, entonces, quedó constituida y que, con el tiempo, se llamó católica.

Pero dijo algo más no, precisamente, poco importante: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos”.

¿Qué quiso decir, con esto, el Maestro?

En primer lugar, indicar, a la perfección, sobre quién recaía la labor primordial de hacer de pastor de la grey de Dios. Pero significa algo más.

En segundo lugar, no podemos olvidar, que cuando entregó a Pedro las llaves no lo hizo sin ley alguna. Además de tener que cumplir la de Dios que Cristo vino a perfeccionar y hacer cumplir, también le entregó, con aquellas llaves, un compromiso muy importante que debía cumplir el primer Santo Padre de la historia del catolicismo: atar y desatar.

Y es tal realidad la que muchos creyentes o, al menos, algunos muy ruidosos, no pueden admitir como buena o benéfica para la vida de la Iglesia católica. La entienden, mejor, como una mala madrastra y no como una madre, como lo es.

Así, el número 2037 del Catecismo de la Iglesia Católica dice que “La ley de Dios, confiada a la Iglesia, es enseñada a los fieles como camino de vida y de verdad”

Pero no sólo dice eso que es, simplemente, cumplimiento de la voluntad de Dios sino que, también, en cuanto a atar y desatar los fieles “Tienen el deber de observar las constituciones y los decretos promulgados por la autoridad legítima de la Iglesia. Aunque sean disciplinares, estas determinaciones requieren la docilidad en la caridad”.

A esto se puede argumentar que se trata, tan sólo, de establecer un poder que afiance lo dicho por Jesucristo para valerse de él y hacer la voluntad de lo que, con malsano pensamiento, llaman “la jerarquía eclesiástica”

Lo que pasa es que no acaban de entender ni lo que dijo Jesucristo ni lo que significa que, pasado el tiempo, se haya cumplido y se cumpla lo que dijo.

No parecen comprender, por ejemplo que:

A la Madre se le quiere.

A la Madre se le respete.

A la Madre se le acompañe en lo que dice y hace.

 

Si sustituimos “Madre” por “Iglesia” (Que es lo que es para nosotros) tendremos, con claridad meridiana, el sentido de lo que debería ser la actuación de quienes no cejan de zaherir, dentro de la Iglesia católica, a quien deberían querer, respetar y acompañar.

Sin embargo, nada les parece bueno ni, sobre todo, esperan nada bueno de la Iglesia católica. Son, por así decirlo, disidentes que, sin embargo, no entienden que deben separarse porque, a lo mejor, ven posible un cambio que, según sus intereses particulares (no pocas veces políticos) desvíe el rumbo que sigue la Esposa de Cristo.

Pero esto es, seguramente, producto de algún tipo de distorsión espiritual que los lleva a creerse mejores que la Iglesia, católica, donde fueron bautizados y donde moran, espiritualmente hablando.

Creen, así, en Dios, pero no en la Iglesia, y en su progresía espiritual (lastrada por mundanidades que les han tomado la delantera y les llevan de la mano) se sienten capaces de arramblar con todo bien que emane del redil donde, a duras penas, entran porque, de todas formas, no quieren sentir la frialdad de un mundo sin fe, de un mundo agnóstico.

Son, por eso mismo, hijos que, con un poco de humildad, podrían revertir sus querencias hacia unas en las que ya forme parte, de forma definitiva, el querer a su Iglesia, el respetar a su Iglesia y el entregarse por su Iglesia.

Es fácil de entender: “No puede tener a Dios como Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre”. Y más de uno debería hacerse ver su extraña fe católica.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net