Fe y Obras

¡Santos!

 

 

14.07.2013 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Entre los primeros cristianos existía la costumbre de llamarse “santos” entre los que seguían a Jesucristo. Eran ejemplo, lo decían los que no lo eran con aquello de “mirad cómo se aman” de lo que se tenía que ser y cómo se tenía que actuar.

Por eso, la Esposa de Cristo necesita de creyentes que sean capaces de mostrar al mundo que ser hijo de Dios y llevarlo a la práctica no es imposible. Así, cuando una persona muestra al mundo una serie de virtudes y, luego, tras haber subido a la Casa del Padre, ayuda a los que necesitan auxilio y eso puede demostrarse, la Iglesia de Cristo dice que la misma es santa o, en otro caso, beata.

Hay, sin embargo, dos clases de realidades espirituales que tienen que ver mucho con la santidad de los santos: por un lado, aquella que consiste en lo que se denomina hecho extraordinario que no tiene explicación científica. Entonces, tras el correspondiente proceso donde intervienen muchas personas en busca de mostrar que, en efecto, la ciencia no puede demostrar la curación de una persona, se abre paso la intervención de un creyente que, en el Cielo, ha hecho lo posible para que Dios eche una mano a un necesitado. A eso lo llamamos, también, milagro y es lo que, al fin y al cabo, posibilita las ceremonias de canonización o, en su caso, de beatificación.

Pero existe otra realidad espiritual que también es muy importante y que hay que tenerla en cuenta: las conversiones y confesiones de fe que, con relación a una persona que luego es tratada como santa, se producen por el ejemplo de vida y ejercicio de virtudes que la misma ha producido en la existencia de otra o de otras.

Esto último es, también, muy importante, porque la vida de fe de los creyentes se sustenta en aquello que es, en verdad, la propia esencia de su creencia y que muchos de los de su misma fe demuestran haber comprendido.

Algo así sucede con las personas que, hace bien poco, han sido determinadas a ser llamadas santas o, en un caso, beato. Así, tanto los beatos Juan XXIII como Juan Pablo II o Álvaro del Portillo (Prelado que lo fue del Opus Dei) subirán a los altares (o, en dos casos, volverán a subir) porque la Iglesia católica entiende que reúnen las condiciones (materiales y espirituales) para que eso sea así.

Ejemplos de vida como los del llamado “Papa bueno” o del Papa polaco o, también, del sucesor en el cargo de san Josemaría, nos determinan a ser mejores, a ser misericordiosos y, en fin, a llevar una vida, en efecto, “más santa”. Si ellos pudieron hacerlo ¿qué nos hace pensar que nosotros no podemos?

Podemos gritar, por tanto, ¡Santos, santos, santos! para que no se diga, como hizo precisamente San Josemaría, que lo que pasa es que hay una crisis de santos. Nosotros sabemos a quiénes debemos parecernos y que no es a otros que a los mejores de entre los discípulos de Cristo.

Eleuterio Fernández Guzmán
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