Tribunas

No hay paz para los malvados

 

Carola Minguet Civera
Doctora en CC. de la Información.
Responsable de Comunicación de la Universidad Católica de Valencia.


Mujeres de Gaza.

 

 

 

 

 

 

En el segundo aniversario de los terribles ataques de Hamás y la consiguiente ofensiva israelí contra Gaza, marcada por una desproporción genocida, el mundo contiene la respiración ante el frágil acuerdo alcanzado entre el Movimiento de Resistencia Islámica y el gobierno de Benjamín Netanyahu, que promete el regreso de los rehenes a sus hogares y el silencio de las armas en la Franja. 

Es una muy buena noticia, pues, por primera vez, países como Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Qatar se han unido para facilitar un plan designado por EE.UU en connivencia con Israel. Parece que se están responsabilizando de la región y de los palestinos, tradicionalmente apestados, a los que sólo ha apoyado Irán para utilizar a los terroristas, como si su situación no fuera con ellos. Resulta insólito, además, que hayan facilitado un acuerdo que viene de Trump. Ciertamente, es un pábilo humeante.

Sin embargo, la esperanza que se abre no quita para clamar que este impulso debió llegar mucho antes, aunque Trump haya acariciado durante unas horas el Nobel de la Paz. Tampoco impide dudar sobre si se alcanzará la concordia, y no sólo porque haya terroristas en la negociación, el presidente norteamericano confunda la diplomacia con el comercio o porque en esta primera fase las violaciones del alto al fuego y las dificultades humanitarias persistan.

Debió llegar antes, pues el precio de estos dos años es insoportable. Mil doscientas personas murieron en los atentados terroristas, y un millar de soldados israelíes cayeron durante la ofensiva posterior. Pero más de 67.000 gazatíes han perdido la vida bajo los escombros de sus casas, abrazados a sus seres queridos, a sus hijos muertos; en hospitales y escuelas que se convirtieron en refugios y luego en tumbas; en las vergonzosas colas del hambre, que se han quedado grabadas en la memoria contemporánea.

A ellos se suman los trabajadores humanitarios, médicos y periodistas que también dejaron su vida intentando salvar o contar la de otros. Está claro que la destrucción es el fruto de cualquier guerra, pero esta devastación no es comparable a otras, quizás porque tratar de detenerla se ha supeditado a otros intereses.

Por su parte, el escepticismo no viene únicamente ante lo que ahora se nos vende como un proceso de paz, sino porque no hay paz para los malvados, que tiñen las aguas de cieno y lodo. La maldad de Hamás no reside sólo en la crueldad desplegada durante aquella noche del 7 de octubre de 2023; lo verdaderamente inquietante es que se consideren dirigentes de los palestinos e iniciaran con un acto de barbarie una guerra, conscientes de que era imposible ganarla.

No sé a quién sirve Hamás, pero sus decisiones, en lugar de destruir Israel, como pretenden, han convertido al pueblo gazatí en rehén de una causa que no le corresponde. Igualmente, pertenece al dominio de la vileza lo que ha hecho el primer ministro israelí quien, desde una minoría electoral, ha llevado a su pueblo, sin consultarle, no a una legítima defensa frente a los terroristas, sino a masacrar a una población civil indefensa.

De paso, ha arrasado con la democracia en Israel y ha provocado que despierten los fantasmas del antisemitismo por el planeta. Y en esa lógica de espejos enfrentados -la del terror y la del poder- ambos han terminado por alimentar una misma espiral: la de la desmesura, la del castigo que no distingue. La de la venganza irracional.

Ahora bien, tampoco puede haber paz para los cínicos, los demagogos, los oportunistas de Occidente. Los políticos que han encontrado en la causa palestina un comodín, un contexto ventajoso, una cortina de humo perfecta para desviar la atención de sus propias miserias, pero también aquellos que han mirado hacia otro lado sin reparar en la evidencia por no enemistarse con Israel. Los intelectuales y culturetas que, desde diferentes foros y ruedos, han aprovechado para polarizar la sociedad en el cajón de sastre de la batalla cultural (un término extraño, pues el discernimiento cultural no va de crear antagonismos), así como los que se han callado por tibieza, indiferencia o conveniencia.

No habrá paz para quienes han manipulado y se han dejado manipular en las protestas o se han subido a una flotilla por postureo o para enarbolar causas bien solipsistas, bien difusas (no se sabe bien si algunos están a favor de la paz o de la guerra), pero tampoco para quienes las han censurado desde el prejuicio, pues muchos se han sumado justamente a estas iniciativas. No habrá paz para quienes no se enteran de que esto no va de ideologías, sino de acrisolar la conciencia.

Con todo, como me ha recordado un amigo, habrá paz para la gente de buena voluntad que, entre tanta maldad, mantiene el deseo de paz. Tanto en Israel como en Palestina hay personas que se han esforzado por la reconciliación y que aún hoy están dispuestos a construirla sobre la base de la común humanidad; hombres y mujeres que todavía tienen la fuerza inaudita de no ver al otro como un enemigo. Son el único cimiento posible para una paz verdadera, justa, duradera.

Y, para ellos -como para el resto del mundo, expectante- podría estar dándose la coyuntura para que sea posible. Con Irán debilitado, con sus proxies neutralizados o diezmados, así como con este acuerdo, asoma un rayo de esperanza para la región y sus castigados habitantes. Han esperado contra toda esperanza y, ahora que podría haber motivos para ella, apremia nutrirla.