Opinión

La música de Dios

 

 

José Antonio García Prieto Segura

Piedra sepulcral cristiana
de las catacumbas de Domitila (Roma).

 

 

 

 

 

Más de un lector, a raíz del último artículo “Urgencia de paz y reflexión”, me ha comentado: “estoy a la espera de ‘La música de Dios’”. Y esto, porque lo concluía afirmando que era de sabios pararse a diario, sin dejarnos arrastrar por las prisas de la vida, y poder escuchar las llamadas de Dios; llamadas, decía, con tonalidades musicales y, por eso, merecedoras de unas reflexiones que bien podrían titularse: “La música de Dios”.

Las urgencias de la vida no casan mucho con un pararse sosegado ni tampoco con la música más refinada, que siempre pide serenidad como lo demuestra el experimento que se hizo en la estación del Metro l’Enfant Plaza, en Washington. Era el 12 de enero del 2007 cuando un violinista, apostado en un corredor del subterráneo poco más de 40 minutos, difundía armoniosas melodías. En ese tiempo, 1097 pasajeros pasaron por delante del artista, que recogió 32 dólares; pero fueron poquísimos los que se detuvieron, porque la inmensa mayoría iban raudos como centellas. Con todo, lo más llamativo fue que no se trataba de un aficionado cualquiera, sino de un auténtico virtuoso del violín, Joshua Bell, que tres días antes, en el Boston Symphony Hall, había ofrecido un concierto cuya entrada rondó los 100 dólares “per capita”. Y además, su breve concierto del Metro lo había interpretado nada menos que con un Stradivarius del siglo XVIII, y con melodías de Bach, Schubert, y otros famosos compositores.

Caben diversas interpretaciones del experimento y una muy clara sería esta: en el viaje de la vida -y no solo en los diarios desplazamientos-, las prisas son malas compañeras porque impiden alcanzar esa paz interior, tan necesaria en nuestra existencia. No faltan llamadas para aflojar el paso y reflexionar sobre el sentido de nuestro vivir: desde la belleza de un paisaje, hasta la música de una delicada sinfonía; pero sucede que tantas veces, como en el Metro de Washington, pasamos de largo, cerrando nuestros ojos o haciendo oídos sordos. Y cuando la música proviene de Dios -como ahora diré-, entonces nos lo jugamos todo según nos detengamos, o no, a escucharla.

La imagen músico-bucólica que encabeza este artículo -un pastor bajo un árbol, tocando la flauta, con una oveja a sus pies-, es la del logotipo que figura en la portada del Catecismo de la Iglesia Católica. La escogieron para dar razón del entero contenido del Catecismo; y encierra también cuanto deseo expresar aquí: Dios ha ofrecido al mundo entero lo que podríamos llamar la “sinfonía del Amor”, constituida por los hechos que Él ha realizado en favor nuestro. Y contiene también las claves que conducen a la verdadera felicidad, transmitidas por quien las conoce a la perfección, por ser Dios: Jesucristo, Hijo del Padre y hombre perfecto. Por eso, se escogió esa imagen del pastor “músico” -de Cristo mismo, buen pastor-, para compendiar la finalidad de todo el Catecismo y de la misma vida cristiana.

En efecto: el diseño, tomado de una lápida sepulcral cristiana del siglo III, en Roma, aunque es una figura bucólica de origen pagano, la usaron los primeros cristianos como símbolo del descanso y la felicidad que el alma del difunto encuentra en la vida eterna. Y también, sugiere algunos aspectos que caracterizan el Catecismo: Jesucristo, Buen Pastor, guía y protege a los fieles (ovejas de su grey) con su autoridad, simbolizada por el cayado; y los atrae con la sinfonía melodiosa de la verdad (la flauta), haciéndoles reposar a la sombra del “árbol de la vida” -también representado en el diseño- y símbolo de la Cruz redentora que nos abre las puertas del Cielo.

Como el lector ya ha comprendido, estoy haciendo una lectura religiosa y trascendente del episodio del violinista del Metro, en Washington. Jesucristo nos ha revelado el sentido último de nuestra vida en la tierra, y señalado el camino para alcanzar la meta. Es lo que enseñan los casi 3.000 puntos del Catecismo, fruto del trabajo de miles de obispos y muchos otros fieles en todo el mundo; tanto que, Juan Pablo II en la Constitución “El depósito de la fe” que acompañó la publicación del Catecismo, escribía: “el concurso de tantas voces expresa verdaderamente lo que se puede llamar ‘sinfonía’ de la fe” (Const. 11-X-1992). Una composición de amor divino y humano escrita por la Trinidad, y llevada a cabo e interpretada por Cristo mismo, como Dios y hombre verdadero.

Siguiendo con la imagen musical sintetizo, lo dicho hasta aquí, con esta idea: Dios Padre, para mostrarnos el Amor eterno que nos tiene junto con su Hijo y su Espíritu, primero nos ha enviado a su Hijo, hecho hombre. Y Jesucristo, a modo de trovador divino y humano, con toda su vida y enseñanzas nos ha dejado escrita como la partitura de una sinfonía del Amor eterno, interpretada por Él mismo, con su vida, muerte y resurrección. Corresponde a cada uno prestar atención y no hacer oídos sordos a esa música que nos habla de lo que somos y, consiguientemente, de cómo debemos vivir: como hijos de Dios-Padre, en Cristo, para compartir después de la muerte, la felicidad eterna en el Cielo. Pero ya, desde ahora, en medio de los trabajos y tareas de este mundo, y tomando ocasión de ellos, toca a cada uno hacer nuestra esa gran partitura divina.

Eso concluía san Francisco de Sales, diciendo que la diferencia entre Jesucristo y los buenos cristianos es análoga a la que se da entre una partitura y su interpretación por diversos músicos. La partitura es única y siempre la misma, pero su interpretación suena con modalidades distintas, personales, siendo el Espíritu Santo quien la dirige, contando con las distintas maneras de ser de esos instrumentos que somos nosotros. Y, análogamente, cabe hablar de convertir el diario quehacer no ya en melodía divina, sino en arte poético como afirmaba san Josemaría al decir que “la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día”; y esto, porque “cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios.” (Conversaciones, n. 116)

Qué mejor para cerrar estas líneas que poner en práctica la palabra de Dios del Salmo 97: “Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas”. Se requiere estrenar cada jornada, con la novedad del amor de Dios que pongamos en el ir y venir de nuestros quehaceres diarios, después de haber oído al Señor y su cántico de amor, sin el apresuramiento de los viajeros en la estación del Metro de Washington. Para ello, además de avivar nuestra fe, a lo mejor tenemos que ser menos serios y estirados, y hacernos más niños: dicen que entre los pocos viajeros que se detuvieron para escuchar al violinista, uno de ellos fue un pequeño adolescente.

 

 

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