Tribunas

Familias de clausura y controversia eucarística

 

 

José Francisco Serrano Oceja

 

 

 

 

He tenido la tentación de utilizar esta columna para una especie de Diario del Coronavirus. Pero no lo voy a hacer. Dejo a un lado el análisis de la actualidad eclesial, y esa dialéctica, que es un síntoma quizá también de alguna patología, entre quienes defienden una actitud de contención, en lo referente al culto público, y quienes desearían una mayor distinción en este tiempo, no solo apertura de templos sino de celebraciones públicas.

Lo que tengo que confesar, con sinceridad, que me parece lamentable es utilizar esta situación para arremeter contra unos o contra otros. Creo que quedan pendientes en la Iglesia muchas asignaturas que tienen que ver con la libertad y la responsabilidad. Por cierto, que lo que más lamento en estas horas es el silencio y lo previsible en actuaciones y decisiones. No estamos para tiempos de previsibilidad cuando nos han metido de lleno en la dinámica de lo imprevisible.

Son muchos los factores que están en juego. Creo que lo ha explicado muy bien el obispo de Lugo, monseñor Alfonso Carrasco Rouco, que ha afrontado el problema de forma directa. Me remito a su reciente carta a los fieles.

Y no digamos nada el obispo auxiliar de Getafe, monseñor José Rico Pavés, en un texto largo, de calado teológico, sobre cómo vivir la eucaristía en estos momentos. Me parece una pieza magistral, sinceramente.

Dejo también una preocupación seria que empiezo a percibir en la Iglesia, y entre los obispos con los que he hablado en las últimas horas. En Italia, por no hablar aún de España, hay diócesis en las que han fallecido casi una veintena de sacerdotes. La edad media del clero es muy alta, por lo tanto son un grupo de riesgo. Esto va a traer ineludibles consecuencias para la Iglesia en el día a día en el futuro. Lo dejo ahí porque no querría ahora escribir de este tema. Quizá en una próxima ocasión.

Tengo que confesar que, en los pocos días que llevo enclaustrado en casa, lo que tengo claro es que nuestra vocación no es la de ser una familia de clausura. Y no por nada especial porque, gracias a Dios, con cierta rutina, los trabajos, y algunas originalidades –por ejemplo encargar a los mayores una catalogación de todos los libros que hay en la vivienda- vamos superando el trance inicial. Solo por las veces que nos hemos acordado de nuestras monjas, las Carmelitas de Toledo, percibo que lo nuestro no es la clausura.

Ironías a parte, hay una o dos cuestiones que me parecen claves: las conversaciones en las comidas y los rezos. Excepto en los meses de agosto, en los que coincidimos todos de vacaciones, no habíamos pasado un período tan largo de convivencia en torno a la mesa. A diario, antes, salvábamos las cenas, pero ahora sumamos las comidas. Y ahí, como si fuera una metáfora de la vida de la Iglesia, me he propuesto que, una vez que salimos del aislamiento de las habitaciones, se planteen determinados temas de conversación para despejar todo atisbo de grises y negros.

Estamos hiperconectados, la frecuencia de uso de los medios y de las informaciones aumenta, mantenemos nuestras parrafadas con los amigos, cada uno con los suyos. Los criterios de noticiabilidad nos arrastran hacia lo negativo, lo llamativo, lo raro, lo extraño. Por lo tanto hay que introducir en la agenda de conversaciones en la mesa ejemplos de vida, historias de heroicidad, propuestas que impliquen sentido sobrenatural, superación, que la realidad sigue siendo más grande que nuestro limitado perímetro, de esperanza, de proyectos. Todo lo contrario a que cunda el desaliento, la desgana, el bucle del sinsentido.

Relacionado con lo anterior, es clave la oración en la mesa, y la oración de la familia. Familia que reza unida, permanece unida, que decía el clásico. El rezo recuperado del rosario y la dimensión eucarística de nuestra oración.

No sé, o sí, por qué me he acordado de los mártires de Abitinia. La historia, en palabras de Benedicto XVI durante la misa del congreso eucarístico internacional de Bari, en el 2005, suena así:

“Este Congreso eucarístico, que hoy se concluye, ha querido volver a presentar el domingo como "Pascua semanal",  expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema elegido, "Sin el domingo no podemos vivir", nos remite al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas.

En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: "Sine dominico non possumus"; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la gloria de Cristo resucitado”.

No, no lo digo para levantar más revuelo sobre la suspensión del culto público. Lo recuerdo para hacernos entender que sin esa dimensión eucarística, sin la presencia de la imagen mental del altar, de la custodia, del deseo de recibir al Señor en la eucaristía, no podemos vivir.

Como todo lo humano, ahora que no podemos, echamos de menos la celebración eucarística. Seguro que es una de las enseñanzas que vamos a aprender en este momento de amor eucarístico en tiempo del coronavirus.

Y no olvidemos lo que nos recuerda don José Rico, recuperando un texto clásico de la historia de la eucaristía. Os dejo con sus palabras:

“Guillermo de Saint-Thierry (+1148), el gran monje benedictino que al final de su vida abrazó la reforma del Císter atraído por la santidad de san Bernardo, dirigiéndose a los monjes cartujos de la joven abadía de Monte Dei, consciente de que no siempre podían recibir la Sagrada Comunión, les recuerda que la gracia del sacramento se puede recibir, aunque materialmente no se pueda comulgar:

El sacramento de esta santa y venerable conmemoración sólo es dado celebrarlo a unos pocos hombres según el modo, lugar y tiempo especiales; mas la gracia del sacramento está siempre disponible y pueden actuarla, tocarla y recibirla para la propia salvación, con la reverencia que se merece, en la forma en que ha sido transmitida y en todo tiempo y lugar al que se extiende el señorío de Dios, aquellos de los que se ha dicho: Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo elegido para anunciar las alabanzas de aquel que os sacó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pe 2, 9) (…) Si la quieres y la deseas con toda sinceridad, tienes esta gracia disponible en tu celda a todas las horas, tanto de día como de noche. Cuantas veces te unes fiel y piadosamente a este acto en memoria del que padeció por ti, otras tantas comes su cuerpo y bebes su sangre; y siempre que permaneces unido a Él por el amor, y Él a ti en acción de santidad y de justicia, formas parte de su cuerpo y de sus miembros”.

 

José Francisco Serrano Oceja