Tribunas

Un camino penitencial que une a los tres últimos pontífices romanos

 

 

Salvador Bernal


 

 

He pasado la Semana Santa en Riaza, al pie de la serranía de Ayllón, tierra de mis antepasados. Mi padre nació en Valvieja, hijo de un buen maestro nacional, que tuvo diez hijos. Se fue acercando a la capital de la provincia a lo largo de su carrera profesional. Era también republicano. La chapa con el Sagrado Corazón de Jesús, en la puerta de las casas, que bendecía a sus habitantes, le salvó la vida cuando los radicales de la época fueron a buscarle en 1936. No llegué a conocerle: murió meses antes de mi nacimiento, agotado por la diabetes y la condena al destierro. Pero imagino que dando gracias a la misericordia de Dios.

Lo he recordado, porque hasta ese rincón serrano de Segovia me llegó el inesperado comentario de Andrea Tornielli, un curtido periodista italiano, nombrado no hace mucho algo así como director de ediciones dentro del nuevo Dicasterio vaticano responsable de la comunicación. La entradilla resultaba expresiva: “El Papa emérito llega a la meta de sus 92 años y esta vez su cumpleaños va acompañado por un animado debate en torno a uno de sus escritos, algunos de sus ‘apuntes’ –como él mismo los ha llamado– dedicados al tema del abuso contra menores. En ese texto, Benedicto XVI se pregunta cuáles son las respuestas correctas a la plaga de los abusos y escribe: ‘El antídoto contra el mal que últimamente nos amenaza a nosotros y al mundo entero sólo puede consistir en el hecho de que nos abandonemos’ al amor de Dios. No puede existir ninguna esperanza en una Iglesia hecha por nosotros, construida por las manos del hombre, que confía en sus propias capacidades. ‘Si reflexionamos sobre qué hacer, es evidente que no necesitamos otra Iglesia inventada por nosotros’. Hoy ‘la Iglesia es vista en gran parte sólo como una especie de aparato político’ y ‘la crisis causada por muchos casos de abusos por parte de sacerdotes nos impulsa a considerar a la Iglesia incluso como algo mal hecho que decididamente debemos tomar en nuestras manos y formar de una manera nueva. Pero una Iglesia hecha por nosotros no puede representar ninguna esperanza’.

Tornielli concluía su extensa reflexión, después de resumir las cartas al pueblo de Dios -en Irlanda, en Chile y en el mundo entero-, que Benedicto XVI y Francisco hicieron públicas en momentos de máxima tensión: “Una vez más, Francisco propone un camino penitencial, lejos de todo triunfalismo –tal como lo reafirmó en su homilía de este Domingo de Ramos– y de la imagen de una Iglesia fuerte y protagonista, que busca ocultar sus debilidades y su pecado. La misma propuesta de su predecesor”.

Era una buena incitación para seguir meditando –hacía unos días de retiro- sobre un tema tan fundamental en la vida cristiana como la misericordia divina, seguridad de esperanza, incluso antes del arrepentimiento por la multitud de los pecados: ante todo, los propios, pero también los de la humanidad. Y, con palabras del papa Francisco, en el contexto del Año de la Misericordia, llegué a un documento que citó en su día como precedente: la segunda encíclica de san Juan Pablo II, Dives in misericordia, de 1980. Ha sido para mí un clarividente redescubrimiento.

Dedica todo un apartado a la parábola del hijo pródigo, que incluye una particular y profunda meditación sobre la dignidad humana. Precede a un detenido análisis de nuestra generación, tan necesitada de la misericordia divina, justamente porque pesan sobre la humanidad gravísimas amenazas, construidas desde su propia debilidad.

El papa polaco reconocía que “la presente generación se siente privilegiada porque el progreso le ofrece tantas posibilidades, insospechadas hace solamente unos decenios”. Pero todo crecimiento va acompañado de dificultades. Por eso, “el panorama del mundo contemporáneo presenta también sombras y desequilibrios no siempre superficiales”. Lo recuerda el pontífice con pasajes expresivos de la Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, a la que siempre consideró “un documento de particular importancia”. Las fuentes de inquietud siguen vigentes por desgracia, como la permanencia de los arsenales atómicos o la persistencia del hambre en el mundo. Sobre todo, quizá, la humanidad está aún más amenazada por la “primacía de las cosas sobre la persona”, o la existencia de opresiones éticas que privan al ser humano de la libertad interior. Hasta llegar también –nueva coincidencia de tres papas- a una “desacralización que a veces se transforma en ‘deshumanización’: el hombre y la sociedad para quienes nada es ‘sacro’ van decayendo moralmente, a pesar de las apariencias”.

Juan Pablo II, después de páginas esclarecedoras sobre las exigencias de la justicia, invita a conseguir su plenitud recurriendo a la misericordia divina con ánimo penitente: “la Iglesia no puede olvidar la oración que es un grito a la misericordia de Dios ante las múltiples formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan. (…) Es pues necesario que todo cuanto he dicho en el presente documento sobre la misericordia se transforme continuamente en una ferviente plegaria (…) Recurramos al amor paterno que Cristo nos ha revelado en su misión mesiánica y que alcanza su culmen en la cruz, en su muerte y resurrección. Recurramos a Dios mediante Cristo, recordando las palabras del Magnificat de María, que proclama la misericordia ‘de generación en generación’”.