Colaboraciones

 

El voto en conciencia frente al voto útil

 

 

29 marzo, 2019 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

Otra vez elecciones y otra vez nos encontramos, más o menos, ante la misma representación con su habitual puesta en escena: campañas con límites difusos, debates de escaparate, subida del volumen y del ruido mediático, encuestas, titulares, promesas, fotos, redes sociales, avisos sobre el voto útil… Todo lo que se supone que hace falta para ganarse el favor del voto. Digamos que todo está en el guion. Nada que objetar, en general, siempre que todo esto discurra por los cauces que marcan la ley y el sentido común. Ahora bien, dentro de todo este repertorio que se repite periódicamente y que, en la práctica, ya tenemos protocolizado, hay un elemento que hemos asumido como normal y a mí particularmente no me lo parece y, además, me encaja mal. Me refiero a los llamamientos al voto útil, no solo por parte de los partidos, que eso pertenece a su estrategia de captación de votos, sino a tantos de nosotros, los particulares. Con qué facilidad solicitamos el voto útil en nuestras conversaciones, tratando de convencernos unos a otros de la necesidad de votar a quien mejor pueda rentabilizar nuestra papeleta.

Digo que me encaja mal porque el criterio fundamental a la hora de dar el voto es hacerlo en conciencia. Votar en conciencia es lo propio de toda persona que actúa con dilección, o sea con inteligencia y buena voluntad, buscando lo mejor para la sociedad en la que vive. ¿Cómo desoír a la conciencia cuando se trata de un derecho y un deber?

Ahora bien, al tiempo, a muchos se les plantea, también en la conciencia, el dilema de cómo dar su voto a formaciones que ya se sabe de antemano que no van a influir en las decisiones colectivas. ¿Votar en conciencia previendo que el voto será un voto perdido? ¿Voto a quien por sus principios más me convence, o voto a quien pueda sacar la mejor cosecha con mi papeleta? ¿Voto en conciencia o voto útil?

Entiendo que para ver cómo salimos de este atolladero, lo que procede es analizar lo que hay detrás de cada tipo de voto, el llamado útil y el voto en conciencia, porque tal como yo lo veo, en esto las ideas andan un tanto enredadas y conviene ponerlas en claro.

  1. En primer lugar habrá que ver quién genera el dilema, porque quien lo genere, ese será el primer y principal responsable de darle solución. Es evidente que gran parte del problema lo crean aquellos partidos que, siendo afines en ideas o programas, presentan candidaturas por separado. Ellos conocen mejor que nadie las reglas del juego, y saben que la multiplicidad en la oferta disminuye las posibilidades de victoria. Pues bien, pónganse de acuerdo. El mismo binomio derecho-deber que nos afecta individualmente en relación con el voto, afecta a los partidos en relación con la estrategia electoral. Pero no confundamos los planos: los ciudadanos lo tenemos respecto a nuestro voto particular que debe ser hecho en conciencia, los partidos (coaliciones, agrupaciones, etc.) respecto a rentabilidad y utilidad del voto. Retírense de la cita electoral o júntense, repártanse las circunscripciones según las previsiones de resultados, hagan listas cremallera, pacten, negocien… A ellos les corresponde, y varias veces lo hacen, pero lo que no es aceptable es que descarguen el peso de la utilidad en el votante, cuando este no tiene en su mano ninguna posibilidad de hacer que su voto sea o no útil, máxime, si a cambio de la esa pretendida utilidad (que no es tal), tiene que forzar su conciencia bajo pretexto de que votar a quien supone que no va a salir elegido equivale a votar a ideologías contrarias. Tal pretexto es una falacia.
  2. No existe el voto ciudadano negativo. Cada vez que se nos llama a las urnas, se nos llama a realizar un acto positivo de donación, una donación voluntaria y gratuita que el votante hace de su voto a favor de la candidatura por la que opta. De ese acto se derivan diversas consecuencias. Una de ellas es que, una vez depositado el voto, ese voto pertenece al partido y/o persona que lo recibe. Es decir, una vez dado el voto, el voto que era del votante, ya no lo es, ya pertenece al votado. A partir de ese momento, el elector no puede hacer nada con él, y, por tanto, no puede darle ningún uso, no puede gestionarlo de ningún modo.
  3. “Utilidad” es la capacidad de obtener un provecho de tipo práctico mediante el uso. Por eso hay que preguntarse quién va a dar uso al voto emitido. Parece bastante claro que solo puede usarlo el partido y/o persona que lo ha recibido; luego será el partido y/o persona votados, quienes tengan que responder de lo que hacen con él. Eso significa que si alguien puede apelar a la utilidad del voto es el votante, al cual le asiste todo el derecho de exigir que su voto sea usado de acuerdo con las promesas electorales, la ideología, el programa, etc. O sea, justo lo contrario de lo que viene siendo habitual. Lo habitual es que los partidos apelen al voto útil del votante, cuando lo lógico sería que los votantes exigieran a los votados que den al voto la utilidad prevista, haciendo un uso provechoso del mismo.
  4. Con la actual ley electoral no hay manera de prever el recorrido del voto y menos aún esa utilidad que los partidos reclaman. Antes de abrir las urnas y hacer recuento, nadie puede calibrar el valor práctico de su voto, y después, en muchos casos tampoco. Todo depende de un complejo cúmulo de circunstancias ante las que los partidos políticos a menudo les queda escasa capacidad de maniobra. Si esto es así para los partidos, ni que decir tiene que el valor del voto queda perdido en un laberinto de números y de posibilidades de juego postelectoral de alianzas que hacen que su utilidad o inutilidad se nos escape por todas partes.

Por todo lo anterior, al votante no se le puede pedir que vote apelando a su utilidad porque esa no depende de él. Añádase a lo dicho, la experiencia acumulada, repetida una y otra vez, de las graves discrepancias entre el sentido del voto dado y el uso posterior que se ha hecho de él, entre las promesas y las realizaciones. Tantas que, sin exagerar, se podría hablar de verdaderos fraudes de los que nadie ha respondido, tanto que son muchos, muchísimos los electores desencantados que vienen a engrosar el número, ya elevado, de los que deciden no votar. Y es que la única manera que nuestro sistema permite de pedir cuentas acerca del uso de nuestro voto está en esperar a la próxima convocatoria electoral.

Si al votante no se le puede pedir que responda de la utilidad, ¿qué se le puede pedir? Antes de votar, se le pueden pedir dos cosas: que vote y que lo haga en conciencia, recabando información del posible uso de su voto. Después de votar, que se informe de qué se está haciendo con el voto dado, en qué cosas concretas se está aplicando y que haga saber la opinión que todo ello le merece.

Varias de las cosas que acaban de decirse chocan con dificultades de tipo legal, con la propia ley electoral en vigor, con el bloqueo propio de las listas cerradas, con el sistema de una sola vuelta, etc. Pero todas esas cuestiones no están en manos del votante, lo único que está en manos del votante es votar en conciencia.

A propósito de ella, conviene destacar la responsabilidad individual que cada uno tenemos contraída con nosotros mismos y con el conjunto de la sociedad en la que vivimos. Esto que sirve para todo hombre, tiene un plus de responsabilidad para los creyentes católicos, que, a la hora de votar no somos pocos. Ese plus es la enseñanza de la Iglesia, según la cual, “la conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (Catecismo de la Iglesia Católica, del punto 1778). La cita recogida por el Catecismo está tomada literalmente del beato cardenal Henry Newman, si bien, una vez que fue incorporada al Magisterio, no cuenta tanto su origen como su pertenencia a la doctrina universal de la Iglesia.

No es momento ni lugar para entrar a analizar despacio una afirmación de tanta enjundia como esta, que sitúa a la voz de la conciencia en el rango de los vicarios de Cristo, es decir, en el mismo rango de la voz del Papa. Ciertamente que son dos voces vicarias de distintos órdenes, pero en todo caso, queda de manifiesto que, al menos para las personas de fe, es una voz que deberíamos tomarnos muy en serio, lo cual implica, necesariamente, desterrar la irreflexión y la ligereza, las posibles filias y las fobias.