Colaboraciones

 

La sexualidad, cosa sagrada (VIII)

 

Artículo nº 10: El pudor en el lenguaje

 

 

04/02/2019 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

Véase La sexualidad, cosa Sagrada (I)

Véase La sexualidad, cosa Sagrada (II)

Véase La sexualidad, cosa Sagrada (III)

Véase La sexualidad, cosa Sagrada (IV)

Véase La sexualidad, cosa Sagrada (V)

Véase La sexualidad, cosa Sagrada (VI)

Véase La sexualidad, cosa Sagrada (VII)

 

Al hablar del pudor, necesariamente hemos de referirnos al lenguaje. Quizá la relación entre pudor y lenguaje no sea tan evidente como la que hay entre pudor y sexualidad y precisamente por eso habrá que explicarlo, pero digamos desde las primeras líneas que se trata de una relación estrecha y profunda. Estrecha porque tanto el lenguaje como el pudor son manifestaciones exteriores del interior de la persona; profunda en la medida en que ambos, pudor y lenguaje afectan al pensamiento.

Por su importancia, conviene que dediquemos alguna atención a ambas características: estrechez y profundidad. En cuanto a la primera, decíamos en el artículo número 8 que el gran valor del pudor está en que vela y revela a la persona. Pues bien, en la medida en que el pudor revela a la persona, en esa misma medida, se relaciona con el lenguaje, puesto que el lenguaje es el medio a través del cual sacamos a la luz lo que nos va por dentro. El lenguaje es el principal cauce a través del cual la persona exterioriza su vida interior, “porque de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Mt 12, 34). Por medio de la palabra damos a conocer lo escondido, lo que se cuece por dentro, es decir, manifestamos en gran medida aquello que somos.

Por lo que se refiere a la profundidad de la relación entre el pudor y el lenguaje, acabamos de señalar que ambos afectan al pensamiento. Veamos cómo. Después de una dilatadísima discusión, especialmente acentuada en el siglo XX, entre los estudiosos de estos temas, no se ha sabido trazar una frontera que delimite lenguaje y pensamiento. No tenemos (y tal vez no tengamos nunca) una explicación definitiva por la cual podamos decir hasta dónde pensamiento y lenguaje son respectivamente causa y efecto cada uno del otro. Parece fuera de toda duda que si hablamos es gracias al pensamiento, pero al mismo tiempo, también es cierto que el pensamiento no existiría sin un lenguaje que lo hiciera posible ya que no hay posibilidad de pensar sin palabras. ¿Qué fue lo primero: el pensamiento o la palabra? No hay respuesta y probablemente no la haya nunca, porque existe la sospecha razonable de que la pregunta esté mal formulada. Esa pregunta se establece dando por supuesto que pensamiento y lenguaje son separables y cabe pensar que no lo son. Por este motivo, aunque podemos y debemos diferenciar entre el pensar y el decir, también podemos referirnos al pensar-decir como una sola característica que distingue al hombre del resto de los seres de este mundo. El hombre es el ser de la razón-palabra. Decir homo sapiens (mejor sapiens sapiens) equivale a decir homo loquens.

Esta manera de caracterizar al hombre podrá parecernos que encierra mucha o poca verdad, podrá parecernos más o menos acertada, pero si tiene algo que nadie podrá negar es antigüedad e historia. Este pensar-decir, las dos cosas juntas, sin frontera que las separe, es lo que la filosofía griega encerró bajo el término de logos. Y fue esa palabra, “logos”, la que el apóstol San Juan, empleó para revelarnos quién era el Dios Hijo, Jesucristo: el logos eterno, el pensar-decir de Dios Padre. A nosotros nos ha llegado traducido como “Palabra” o “Verbo”, pero en el original griego, que fue la lengua en la que se escribió el cuarto evangelio, el término empleado fue ese: “logos”.

Discúlpeme el lector por lo que podría parecer una digresión de la cuestión del pudor, que es de lo que me he propuesto hablar. Podría pensarse que qué importa ahora que el pensar y el decir sean o no lo mismo para el asunto del pudor. Pues importa mucho, querido lector. Ya se dijo que la relación es profunda y está en que pensamiento y lenguaje son tan indisociables que si por una parte hablamos según pensamos, por otra, pensamos como hablamos, ya que el lenguaje es configurador del pensamiento; más aún, lo modula, es decir, estructura los modos de pensar. Si nuestro lenguaje es limpio o turbio, delicado o tosco, así lo serán nuestras ideas; y a la vez, de las ideas que albergue nuestro entendimiento brotarán palabras que no pueden ser otra cosa que un calco de esas ideas. ¿Cómo vamos a tratar la sexualidad con el respeto y la delicadeza que merece lo sagrado desde la ordinariez de un lenguaje burdo?, ¿cómo vamos a pensar religiosamente de la sexualidad con una mente y un corazón modulados por un lenguaje impío o falto de decoro?, ¿cómo vamos a entender de nuestros cuerpos, el propio y los ajenos, sino en consonancia con nuestros pensamientos y palabras?, ¿y cómo los trataremos sino según los entendamos?

A lo largo de esta serie de artículos venimos defendiendo y explicando detenidamente que la sexualidad es cosa sagrada. Pues bien, a cosa sagrada lo que corresponde es un lenguaje muy cuidado, usado con la máxima corrección y esmero. A veces esto se ha entendido mal, como si el recato fuera cosa de gentes mojigatas o la delicadeza fuera lo mismo que la gazmoñería. Nada de eso, en este campo nadie está forzado a optar obligatoriamente entre la pacatería o la impudicia porque ese dilema es falso. La verdad no consiste en elegir entre dos errores opuestos. El pudor en el lenguaje lo que exige no es evitar hablar de la sexualidad, ni hacerlo con remilgos, sino con respeto, sin caer en la zafiedad con la que se nos está bombardeando constantemente y por todas partes, especialmente en el cine y en los medios de comunicación, sean los tradicionales, sean los actuales del mundo digital. El pudor en el lenguaje a lo que sí lleva es al rechazo de la morbosidad y a llamar a las cosas por su nombre correcto, desterrando expresiones inapropiadas por indignas.

Pensando en la educación de niños y jóvenes, hay que decir que hablar con pudor no es poner coto a ninguna cuestión. La presión que hoy está ejerciendo la ideología de género (presión totalitaria, pues se ejerce en todos los órdenes y en todas las facetas de la vida social) en el campo educativo, está haciendo ver a algunas familias la necesidad y la urgencia de que los padres cojan de una vez el timón de la educación sexual de sus hijos. Esto que se viene repitiendo desde muchas instancias desde hace décadas, hoy es una cuestión de emergencia, de emergencia educativa, me atrevo a decir, parafraseando a Benedicto XVI. Mientras redacto estas ideas me llega el boletín del Foro Español de la Familia cuyo editorial viene con este título: “Hablar de sexualidad en familia”, en el que se urge a los padres a defenderse de las intromisiones (agresivas) provenientes de las nuevas leyes en esta materia. ¿Qué hacemos, cómo lo hacemos, frente a ataques como estos? Pues aparte de otras iniciativas colectivas (legales, publicitarias, de protesta social, etc.) que puedan llevarse a cabo, cada cual, desde luego que poniéndose manos a la obra en casa, educando en el pudor a los hijos, los dos, padre y madre, pero especialmente el padre, con naturalidad, con determinación, convencidos de lo que hacemos. Por mi parte, hace años, a propósito de esto, tuve la oportunidad de dirigirme a mis lectores, padres de familia, escribiéndoles unas palabras que siguen teniendo vigencia y que creo que puede ser oportuno repetir ahora:

Si quieres educar en el pudor, habla con pudor. Hablar con pudor no es poner coto a ninguna cuestión. Se puede y se debe hablar de todo lo que haga falta, es decir, de todo lo que el niño o el joven necesite, aunque tampoco más de lo que necesite. La expresión “de eso no se habla” si acaso se usa, debería cambiarse por algo parecido a esta otra: “de eso no se habla ahora, de eso hablaremos tú y yo después”. Y se corregirá toda palabra falta de pudor o que atente contra él. Lo que sí necesita oír siempre el niño o el joven que usa una expresión grosera es “así no se habla”, al tiempo que se explica que el lenguaje indecoroso no está justificado en ningún caso.

Los hijos oirán de todo por todas partes, pero quien de verdad los quiera habrá de usar un vocabulario afectuoso, cercano, riguroso, claro y honesto. En el campo de la sexualidad hay un nombre correcto y otro (frecuentemente varios) que son groseros, para indicar exactamente lo mismo.

No se trata de elegir, hemos dicho, entre la vulgaridad y la ñoñez, sino de hablar con corrección y delicadeza. Usemos los términos apropiados y afeemos los malsonantes por su torpeza. ¿Hemos hecho caer en la cuenta de que todas las palabras gruesas, tacos y palabrotas, tienen connotaciones sexuales?