Tribunas

La doctrina social de la Iglesia está más cerca de la globalización que de los populismos

 

 

Salvador Bernal


 

No faltan historias de conversos del marxismo al liberalismo, como Federico Jiménez Losantos o Mario Vargas Llosa: un fenómeno bastante repetido en occidente, aunque algunos se empeñan en seguir concediendo viabilidad de futuro a lo que el historiador François Furet –también antiguo comunista- llamó el pasado de una ilusión. Preciso es reconocer que tampoco era real el fin de la historia, proclamado por Francis Fukuyama a finales del siglo pasado. Porque la tensión entre persona y sociedad resulta inevitable en la condición humana: por eso, está continuamente presente en el interesante diálogo intelectual del papa Francisco con el sociólogo francés Dominique Wolton, publicado en septiembre, y traducido ahora al castellano.

Ese planteamiento de fondo aparece también indirectamente en el último documento de la Congregación para la Doctrina de la fe: una carta titulada Placuit Deo, que actualiza un texto precedente del año 2000, para subrayar los elementos centrales del concepto de salvación. Como suele suceder, la tesis se expone alejándose de riesgos o extremos, de errores que suelen ser antiguos, aun con rasgos propios de su tiempo: frente al neopelagianismo o el neognosticismo, se impone la fe en Cristo, que incluye necesariamente el amor al prójimo, especialmente, al más desvalido, sin que por eso la santidad deje de ser personal.

Así, la primacía de la persona, núcleo de la doctrina social de la Iglesia, no comporta ningún individualismo, porque afirma a la vez el carácter social y solidario de la condición humana. Forma parte de su naturaleza, tal como se deduce del acto creador divino, al reconocer, según la clásica expresión del Génesis, que “no es bueno que el hombre esté solo”. Existe una sociabilidad natural, frente a las tesis del pacto implícito para evitar la guerra de todos contra todos inscrita en el homo homini lupus de Hobbes: en el fondo, tanto éste como Bodino, venían a justificar la monarquía absoluta moderna; visto ahora con perspectiva histórica, suponía en parte un retroceso frente al denostado oscurantismo medieval, más respetuoso con lo que hoy llamaríamos sociedad civil.

Me impresionaron de joven algunos textos universitarios de Álvaro D’Ors, aunque no fui alumno suyo. Los ejércitos de la edad moderna, con el uso creciente de la artillería, arrumbaron el feudalismo a favor del monarca. De modo semejante, el armamento nuclear de las grandes potencias haría imposible la pervivencia de la soberanía nacional entendida en términos absolutos. Lógicamente, los procesos culturales que afectan al núcleo de una civilización se extienden a lo largo del tiempo. Pero puede decirse que la tendencia a la globalización ‑aparte de su aspecto bélico- no es un fenómeno sólo económico, sino que responde a la creciente aproximación de los seres humanos, facilitada en gran medida por las nuevas tecnologías de la información.

Lo intuyó, con su peculiar clarividencia, el papa Pablo VI, el primer obispo de Roma que habló ante la asamblea general de la ONU, autor de la encíclica Populorum progressio, que aborda definitivamente la dimensión internacional de las cuestiones sociales. De ahí la presencia de la Santa Sede en las organizaciones internacionales, y el anhelo favorable de los papas del siglo XX por una verdadera autoridad política mundial, capaz de asegurar de modo efectivo la paz entre los pueblos.

Esa mente está claramente activa en el magisterio del papa Francisco. No entra en cuestiones políticas inmediatas y apenas ha hablado de los populismos occidentales. Pero no deja de repetir esos verbos expresivos de una antropología cristiana, se trate de la necesidad de sostener a la familia o de abordar el gran problema de inmigrantes y refugiados: acoger, acompañar, discernir, integrar. Muestran las raíces profundas de la solidaridad humana, no puramente cuantitativa, sino cualificada y llena de racionalidad; por tanto, alejada de muros que separan, de fronteras cerradas, de identidades empequeñecedoras. No olvida que “amar a los pobres significa luchar contra toda pobreza, espiritual y material”. Como ha escrito el jurista italiano Carlo Cardia, en Francisco hay un “suplemento de universalidad exigido por la evolución humana”: no hay fronteras para los derechos humanos, porque pertenecen a todos, hombres y mujeres, de todas las religiones o culturas, dondequiera que nazcan y dondequiera que vayan.