Profundización \ Espiritualidad

«El Espíritu Santo nos ayuda a vencer nuestra insensibilidad» Mons. Fernando Chica

RV | 15/06/2017


 

Comienza la segunda temporada del programa «Tu palabra me da vida» con las reflexiones bíblicas de Monseñor Fernando Chica Arellano - observador permanente de la Santa Sede ante los organismos de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación en Roma-. En este primer programa, que da inicio a una serie de once en total, Fernando Chica ha querido reflexionar acerca de un pasaje del Evangelio según San Juan: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14,15-16).

Con estas palabras, el Señor nos anunciaba la presencia del Espíritu Santo. Tú y yo, cada uno de nosotros, somos conscientes de que en nuestro corazón crecen actitudes opuestas al Evangelio. Son semillas de pecados que ensombrecen la relación con Dios y entre las personas. Son de vario tipo. Pensemos, por ejemplo, en la insensibilidad y en su hermana gemela la indiferencia, por no hablar de la incredulidad y el individualismo, o de la impaciencia y la ingratitud. Recordarlas es una forma de tomar conciencia de lo nocivas que son para nuestra existencia. Para erradicarlas, tenemos necesidad del Espíritu Santo, que viene en ayuda nuestra y fortalece nuestros esfuerzos, pues es abogado y defensor, consuelo y estímulo en nuestra diaria lucha contra el mal.

Hemos de pedir a Dios que nos mande el Espíritu Santo, que sigue siendo para muchos el gran desconocido. Con razón el papa Pablo VI subrayaba que, “a la cristología y especialmente a la eclesiología del Concilio, debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo, justamente como necesario complemento de la doctrina conciliar” (Audiencia 6.6.1973).

Detengámonos ahora en la insensibilidad. Me parece importante porque este defecto empobrece nuestra vida, hasta el punto de poder anular, tanto nuestra experiencia de Dios como la experiencia que podamos tener de la fraternidad.

Hemos oído una y otra vez: “Dios te ama”. Es una suerte escuchar con frecuencia este anuncio. Sin embargo, en muchos momentos, quien vea nuestras vidas puede deducir que no vivimos sostenidos por esa verdad y que tenemos poca experiencia del amor de Dios. Nuestro corazón se ha impermeabilizado ante Dios y sus mandamientos. Late al ritmo de los intereses mundanos, con un sonido muchas veces ‘metalizado’.

Pero, siendo insensibles a Dios y a su amor, resulta que acabamos sin sintonizar con nuestros hermanos. Nuestras preocupaciones se distancian del corazón de las personas con las que convivimos. Tenemos que reconocer que en más de una ocasión hemos sido insensibles ante la presencia del prójimo, con sus necesidades y sus dones.

A veces es justamente lo contrario. Necesitamos de alguien y nos encontramos con las puertas de su alma cerradas a nosotros por su insensibilidad. No nos hace caso, y esto genera en nosotros tristeza y quizá el propósito de devolverle la misma moneda.

Todas estas experiencias bloquean, no construyen, paralizan.

¿Qué hacer cuando notamos que en nuestra alma ha arraigado la mala hierba de la insensibilidad? Escuchemos al Papa Francisco en el Jubileo de los Catequistas, cuando nos dijo: “Un cristiano debe construir la historia. Debe salir de sí mismo para construir la historia. Quien vive para sí no construye la historia. La insensibilidad de hoy abre abismos infranqueables para siempre” (25.9.2016).

¿Quién nos defiende cuando estamos en el foso de la insensibilidad? ¿Quién nos consuela y nos cura cuando somos víctimas de la insensibilidad? La respuesta es clara: El Espíritu Santo. Él, con el don de entendimiento, nos ayuda a profundizar en la Palabra de Dios, a descubrir la actualidad de las palabras del Señor, del amor de Dios derramado abundantemente en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).

El Espíritu Santo nos hace vibrar al sentirnos amados por Aquel para el cual somos la niña de sus ojos; nos sostiene en el camino del perdón hacia quienes nos han dado la espalda, y al mismo tiempo nos impulsa a salir de nuestra lógica egoísta, de nuestros intereses, incluso de los más nobles y por supuesto de los mezquinos, para tener un corazón grande como el Dios, un corazón que ve y no se desentiende, un corazón que alaba a Dios, que no antepone nada a su amor y precisamente con ese amor construye fraternidad. Supliquemos, pues, con fervor la fuerza del Espíritu Santo para no caer en el laberinto de la insensibilidad que tanto daño puede hacernos.

(Mireia Bonilla - RV)