Tribunas

Participar en el sacrificio de la Misa

Ángel Cabrero

 

Seguramente todos tenemos experiencia de lo que significa vivir bien la misa o cubrir el expediente de modo rutinario. Me gusta recordar a mis alumnos que esto es muy antiguo pues ya Caín y Abel se distinguieron precisamente por esa actitud. Los dos primeros hijos de Adán y Eva sabían que, debido al pecado, debían restablecer el trato con Dios a través de los sacrificios. Esto lo sabían en todas las religiones antiguas. Pero la actitud de uno y otro era bien distinta. Abel tenía buen cuidado de ofrecer a Dios lo mejor de sus ganados y sus sacrificios eran agradables a Dios, y el humo del altar ascendía hacia el cielo como señal de acogida. Caín sabía que tenía que ofrecer esos sacrificios, pero lo hacía por rutina, sin amor hacia Dios, y ofrecía los restos deteriorados de sus cosechas. El humo de su altar no subía a los cielos, no era agradable a Dios.

Esto se podría decir, a la letra, de lo que ocurre entre muchos cristianos, que saben que tienen que ir a misa, no lo dudan, pero solo cumplen por rutina, incluso porque entienden que sería un pecado mortal desobedecer ese mandamiento de la Iglesia. Se nota. Y se nota bastante bien quienes son aquellos que asisten por auténtica devoción, sabiendo lo que hacen. Van a alabar a Dios, a darle gracias, a pedir perdón, a exponerle sus necesidades.

El silencio, el recogimiento, la devoción, se notan. La dispersión también. Y hay quien se para a hablar con su vecino con toda tranquilidad en medio del templo, sin respetar la adoración debida, ni el silencio que los demás precisan, porque, sin duda, no valoran nada de eso y no lo cuidan.

Hay que preservar el lugar sagrado, por lo que es, un lugar de oración. Antes y durante la misa. Es un lugar consagrado, dedicado a Dios. Todo lo que es directamente para el culto tiene un tratamiento especial. No se toca, y si hay que trasladarlo o llevarlo al altar se hace con unción.

Hay que cuidar cada ceremonia litúrgica. La bendición con el Santísimo, la administración de cualquier sacramento y, sobre todo, el sacrificio Eucarístico. Hay unos modos de estar, de moverse, de comportarse. Está establecido por la Iglesia, para la liturgia, unos momentos en que estamos de pie, y otros de rodillas, y otros sentados. Y todos hacemos lo mismo en el mismo momento, porque la liturgia es armonía. Y de la misma manera que esperamos que en un coro todos canten al mismo tiempo –es parte de la belleza de ese canto- necesitamos la belleza de la liturgia, porque es un acto sagrado que queremos ofrecer a Dios, todos juntos, la comunidad que asiste en ese momento.

Eso supone intensidad, porque queremos unirnos al sacrificio de Jesucristo. Un deseo firme y decidido de hacer las cosas bien, porque son para Dios. Supone esfuerzo, porque levantarse, arrodillarse, sentarse, en el momento adecuado requiere atención, saber qué se está haciendo en cada momento, entender por qué la Iglesia nos dice que en ese momento estemos todos arrodillados, cual es el sentido de estar sentados, que no tiene que ver con estar cansados.

No hay que dar por supuesto el conocimiento de estas cosas, hay que estudiarlas, leer con detenimiento los libros que nos enseñan, empezando por el Catecismo de la Iglesia, y siguiendo por tantos textos adecuados que van surgiendo para nuestra enseñanza. Desde el más erudito “El espíritu de la liturgia” de Ratzinger, por ejemplo, hasta los más divulgativos, como “La santa Misa y el divino protocolo” de Fernando Rey, pasando por otros muchos útiles para alimentar nuestra devoción y confirmarnos en nuestros conocimientos.

 

Fernando Rey, “La santa Misa y el divino protocolo”, Cobel 2016

 

Ángel Cabrero Ugarte