En el momento de dirigirme a este auditorio, deseo manifestar la alegría de encontrarme aquí con todos ustedes, queridos Sr. cardenal presidente y miembros de la Conferencia Episcopal Española, para participar en el Congreso sobre la figura de Pablo VI con motivo del 50 aniversario de la constitución de esta misma Conferencia Episcopal, cuyos estatutos fueron aprobados por el papa Montini en 1966. Les agradezco de corazón su invitación y les saludo con todo el afecto fraterno, también en nombre del papa Francisco, con la esperanza de que mi presencia en esta importante conmemoración para la querida Iglesia en España sirva para estrechar aún más los lazos con la Sede Apostólica.

En un artículo aparecido en internet se nos interrogaba: «¿Hay un título con el que sea posible expresar el rol de Pablo VI en la historia de la Iglesia?» Y se respondía: «El patriarca de Constantinopla Atenágoras, cuando el 5 de enero de 1964 encontró al papa en Tierra Santa, no dudó en definirlo “Pablo II”, porque apreciaba una afinidad muy estrecha entre el Apóstol de los Gentiles y Pablo VI. Redescubriendo el gran valor de Pablo VI, se le podría definir como el “primer papa moderno”. Y todavía: el papa del diálogo, el papa del Concilio Vaticano II, el papa del ecumenismo, el papa peregrino, el papa de la civilización del amor,  el papa defensor de la vida, el papa del tiempo futuro, el papa experto en humanidad, el papa de la paz, el papa de la alegría, el papa maestro y testigo, el papa enamorado de Cristo y de la Iglesia. Una persona particularmente cercana a él, así resume su vida. “Puedo afirmar su característica de ser siempre un servidor. Servidor de Cristo y del hombre; servidor en el Concilio Vaticano II y en su empeño de aplicarlo; servidor constante, audaz y prudente de la actualización de la Iglesia; servidor en sus viajes apostólicos, en su compromiso por la paz, en su tensión ecuménica; servidor en la defensa de la fe a través la solemne profesión de fe conocida como el ‘Credo de Pablo VI’; servidor en sus encíclicas, en sus discursos, en todo su magisterio; servidor humilde, siempre disponible y generoso en sus obras de caridad”».

Obviamente, no es posible entrar, en una exposición, en todos los múltiples y complejos aspectos apenas evocados de la figura y de la obra de Pablo VI; algunos de ellos serán afrontados y profundizados en el curso de este Simposio, ya sea en términos generales, ya sea sobre todo en referencia a las relaciones entre Pablo VI y la Iglesia en España. A mí me ha parecido importante ofrecer una pequeña aportación sobre el tema del servicio de Pablo VI en favor de la paz –el magisterio y el ministerio de Pablo VI sobre la paz–, sea por la relevancia del argumento en sí mismo, sea por su perenne actualidad (dan fe de ella las palabras pronunciadas por el papa Francisco durante el reciente viaje apostólico a Azerbaiyán), y también por su especial conexión con el servicio que presto al santo padre como secretario de Estado. 

  1. Ministerio papal y unidad del género humano: el viaje a la ONU

«Jamais la guerre». Pablo VI ha repetido muchas veces este grito apasionado en el discurso pronunciado el 4 de octubre de 1965, con ocasión de la primera visita de un papa a la sede de la ONU. Desde el principio del pontificado, su empeño por la paz ha sido muy intenso. Indudablemente, el beato Giovanni Battista Montini ha heredado la insistencia sobre este tema de su predecesor, Juan XXIII, particularmente evidente después de la crisis de Cuba y la publicación de Pacem in terris. Pero su reflexión sobre este tema respondía a convicciones profundas, que vieron la luz con anterioridad y que tuvieron un carácter propio y original.

Con ocasión de la Primera Jornada Mundial por la Paz, por él instituida el 1 de enero de 1968 –mientras emergía el peligro de una creciente difusión de la bomba de hidrógeno– fue el mismo Pablo VI quien hizo notar que en su magisterio se recurría a la palabra paz con frecuencia. Pero no con el propósito de continuar la moda de los “tiempos que corren”, como si fuera un precio pagado por la Iglesia para ser aceptada por el mundo. Los “tiempos que corren” tenían seguramente que ver con el sentido amplio de esta expresión, pero tenían también un cariz distinto porque para “naciones enteras” y para “gran parte de la humanidad” la paz estaba gravemente amenazada. La Iglesia, afirmó en la primera entrevista concedida por un papa, «quiere llegar a ser poliédrica –como repite hoy el papa Francisco– para pensar mejor el mundo contemporáneo» y para responder mejor a sus preguntas más profundas y urgentes, como la de la paz. Y, en particular, subrayó entonces Pablo VI, no queremos jamás que «nos sea echado en cara por Dios o por la historia haber guardado silencio ante el peligro de una nueva conflagración entre los pueblos», que hubiera sido «terriblemente apocalíptica».

Sus múltiples exhortaciones a la paz y sus muchas acciones concretas para promocionarla manifestaban por encima de todo un profundo sentido de responsabilidad. El primer motivo aducido por Pablo VI para explicar su insistencia por la paz era de hecho «nuestro deber de pastor universal», la responsabilidad que se derivaba de su altísimo oficio. Él se remitía en este sentido a la larga historia del papado y en particular a aquellos pronunciamientos que, primero en la Europa moderna y contemporánea, y luego en todo el horizonte mundial, empujaron al obispo de Roma a asumir cada vez más el perfil de “padre común” de todos los pueblos. Sobre estas raíces, en el curso del siglo XX, de Benedicto XV a Juan XXIII –y este empuje continúa hasta nuestros días– el papa se ha convertido en “un hombre de paz” cada vez más reconocido y escuchado a nivel mundial tanto por los no católicos como por los no creyentes. El beato Montini conocía bien esta evolución de la figura del papa y por ello ligaba directamente su compromiso por la paz a su responsabilidad como “pastor de las gentes”. En esta misma línea se coloca también su defensa de la diplomacia vaticana en los años en que esta era fuertemente contestada. No por casualidad a este papa se le debe la reflexión más completa, en tiempos recientes, sobre la naturaleza y funciones de dicha diplomacia, sobre todo, como diplomacia de paz.

Se debe colocar también en esta perspectiva el audaz gesto de su participación, en 1965, en la Asamblea general de la ONU, acontecimiento inédito en la tradición del papado. Algunos meses después, el papa explicó que con aquel viaje «la Iglesia, en cierto sentido, había salido de sí misma para encontrarse con los hombres de nuestro tiempo». En Nueva York Pablo VI se presentó de manera humilde, no como maestro y sin la pretensión de imponer su enseñanza, poniéndose, en cambio, al servicio de todos los países del mundo, en su mayor parte representados en dicha sede. De hecho, el papa subrayó sobre todo su figura de máximo representante de una gran realidad internacional, protagonista de una larga historia y, por ello, rica de una gran experiencia de humanidad. No hizo hincapié en su autoridad de líder religioso, sino sobre la autoridad moral en cuanto que heredero de esta larga historia. «Somos antiguos», escribió en la primera redacción de un discurso preparado por él mismo y solo posteriormente sometido a la revisión de la Secretaría de Estado, del teólogo de la Casa Pontificia y de otros. Pablo VI quiso presentar a la Iglesia como una comunidad de pueblos creyentes que no tiene otros intereses que los de la paz y el crecimiento de la humanidad. En Nueva York habló de las  Naciones Unidas como de una organización que «refleja de alguna manera en el ámbito temporal lo que nuestra Iglesia católica quiere ser en el campo espiritual: única y universal”. De hecho, era profundo el vínculo –explicó el papa– entre la Iglesia que él representaba y todo el género humano. Al inicio de Lumen gentium, aprobada en la Asamblea conciliar del mes de octubre del año precedente, se lee, de hecho: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo o instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano».

El tema de la unidad del género humano, por otro lado, ya había sido puesto en evidencia por sus predecesores, en particular por Pío XII durante la segunda guerra mundial; en aquellos años era muy notorio el argumento en reputados católicos como Giorgio La Pira, Joseph Ratzinger y Edward Schillebecx. Tal unidad no debía ser entendida solo como un dato de hecho fundamental, sino como una misión que realizar, y, llevando a Nueva York un mensaje dirigido a todo el mundo, Pablo VI estaba convencido de cumplir con un deber estrechamente ligado a su ministerio. El mensaje de la paz constituye de hecho un aspecto específico del más amplio servicio al Evangelio que compete a todo sucesor de Pedro. La paz, afirmó Pablo VI, se encuentra «en el gen de la religión cristiana»; es más, «para el cristiano, proclamar la paz es anunciar a Jesucristo», que «ha culminado la reconciliación universal», y «nosotros, sus seguidores, estamos llamados a ser “operadores de la paz” (Mt 5, 9)». Al mismo tiempo, no se trataba de una posesión exclusiva de los creyentes. La iniciativa por él asumida de instituir la Jornada Mundial por la Paz no tenía de hecho un carácter confesional. Al contrario, como dijo el 1 de enero de 1968, la Iglesia católica pretendía únicamente «lanzar la idea», esperando que fuese acogida por todos «los verdaderos amigos de la paz», ya que la paz es «la única verdadera referencia del progreso humano».

  1. Humanismo conciliar y opción por los pobres, Populorum progressio y guerra del Vietnam

El discurso en la ONU revela una fuerte impronta humanista: subrayar la unidad del género humano significa también pronunciarse sobre la misma identidad del hombre y sobre la universalidad que hermana a todos los hombres. El enfoque humanista de la Iglesia fue confirmado por Pablo VI pocos meses después, en el discurso conclusivo del Vaticano II. El papa veía en el intenso trabajo completado por los padres conciliares una respuesta al desafío lanzado a la Iglesia por parte del humanismo laico. No se había producido «un desencuentro, una lucha, una condena»: es más, «la antigua historia del samaritano ha sido el paradigma de la espiritualidad del Concilio. Una inmensa simpatía lo ha penetrado en su totalidad». Y añadía: «al menos dadle mérito a esto, vosotros, humanistas modernos; también a nosotros, a nosotros más que a todos, nos apasiona el hombre».

En esta clave humanista Pablo VI tejió de manera estricta su compromiso por la paz y el amor por los pobres. El tema de la “preferencia” por los pobres ha atravesado profundamente el Vaticano II, aunque emerge  de manera explícita solo en algunos pasajes de los documentos aprobados por el Concilio. Es de sobra conocida, en este terreno, la expresión joánica «Iglesia de todos y en particular de los pobres». Pero, como han subrayado estudios recientes, también Pablo VI dedicó gran atención a este tema en los años del Concilio. En su magisterio se encuentran a este propósito expresiones profundas y penetrantes; fue él quien solicitó al Card. Lercaro reflexiones y propuestas sobre esta temática y una particular sensibilidad sobre esta cuestión fue puesta en evidencia por Pablo VI con el gesto de la renuncia a la tiara para darla a los pobres. Se coloca además sobre esta misma línea el viaje a la India de 1964, donde fue acogido por más de cuatro millones de personas. Entre los argumentos principales de aquel viaje –además del diálogo ecuménico, del diálogo intercultural desarrollado a través del encuentro con la sabiduría y la religiosidad del subcontinente indio y el empeño por la justicia social– estuvo también el de la paz. En India lanzó la propuesta de un Fondo Mundial para las naciones subdesarrolladas. «Cada nación, cultivando pensamientos de paz y no de aflicción y de guerra ponga a disposición una parte, al menos, de las sumas destinadas a armamento para construir un gran fondo mundial dirigido a atender las muchas necesidades de nutrición, de vestido, de vivienda, de atención médica…». En el inicio de 1967, Pablo VI instituyó un nuevo dicasterio, la Pontificia Comisión Justitia et Pax –posteriormente convertida en Pontificium Consilium de Iustitia et Pace– para constituir de manera permanente y estructural el compromiso de la Santa Sede y de la entera Iglesia católica por la justicia social y por la paz mundial.

Estos diversos elementos –ministerio universal del papa y unidad de la familia humana, impulso humanista y preferencia por los pobres, diálogo con el mundo y nuevo rol de la Iglesia, justicia social y compromiso por la paz– confluyeron en la gran e innovadora encíclica Populorum progressio, cuya larga preparación comenzó en 1963 para llegar finalmente a su publicación en el 1967, el mismo día de Pascua: alguien habló entonces de «encíclica de la Resurrección». Después de la Conferencia de Ginebra sobre el Comercio y el Desarrollo de 1964, el P. Lebret, que participó en dicha Conferencia en representación de la Santa Sede, recibió del papa el encargo de confeccionar el texto base de la futura encíclica, que, aun gozando de un rico análisis histórico, social y económico, debía ser una “carta”, no un tratado científico. Con esta encíclica Pablo VI trazó las líneas maestras de un nuevo “humanismo planetario”, recogidas por Juan Pablo II en el vigésimo aniversario de Populorum progressio con Sollicitudo rei socialis, y por Benedicto XVI, con ocasión del cuadragésimo aniversario, con la Caritas in veritate. El beato Giovanni Battista Montini supo interpretar con lucidez y oportunamente («El mundo cambia velozmente. La Iglesia también. No debemos retrasarnos, como sucedió alguna que otra vez») los efectos que en su época provocó la descolonización. Era esta situación la que exigió ulteriormente el nuevo rol de la Iglesia delineado por Pablo VI en Nueva York. «Experta en humanidad», escribió Pablo VI  retomando la expresión usada en el año 1965 en la ONU, «la Iglesia, lejos de pretender mínimamente entrometerse en la política de los Estados, solo tiene ante sí un único objetivo: continuar […] la misma obra de Cristo, venido al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar, no para condenar, para servir, no para ser servido». Por ello, el papa miraba «con gran simpatía y amoroso interés a las nuevas naciones que surgen en estos años».

La paz ocupó una posición central en Populorum progressio: la atención dedicada en la encíclica a los países en vías de desarrollo estaba conectada con la convicción de que en estos países se estaban jugando entonces los destinos de la paz mundial. Incluso más que los factores políticos o ideológicos, los equilibrios internacionales aparecían ante el papa, amenazados de hambre, injusticia, rabia, presentes en el Sur del mundo y de los cuales nacían rencor, resentimiento, desconfianza, animosidad hacia los países del Norte. Se coloca en este contexto la famosa frase «el desarrollo es el nombre nuevo de la paz». Es una sentencia todavía actual, si bien hoy cobra una nueva evidencia, esta vez en clave contraria y de forma negativa: el desarrollo es imposible sin la paz. Como ha dicho recientemente en Asís el papa  Francisco, «los conflictos no solo hacen absolutamente imposible alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible a nivel regional, sino que destruyen los recursos humanos, los medios de producción y el patrimonio cultural». Es la guerra, en definitiva, la causa principal de muchas pobrezas.

En los años sesenta, la cuestión crucial de redefinir las relaciones entre el Norte y el Sur del planeta debía tejerse con la dura contraposición entre el Este y el Oeste. La guerra fría constituía en este sentido un impedimento casi insuperable para realizar un nuevo diseño universal, capaz de incluir a todos los pueblos y de garantizar plenamente la paz. Emblemática aparecía a este propósito la guerra en Vietnam, donde las razones que sostenían la liberación de un pueblo de su largo pasado colonial se mezclaban con las del choque político-ideológico entre comunismo y anti-comunismo. Pablo VI se empeñó a fondo contra esta guerra, dirigiendo muchos llamamientos públicos por la paz y formulando proposiciones concretas de tregua. Muy intenso fue también su compromiso en el plano político–diplomático, si bien ello le costó muchas incomprensiones de parte de la diplomacia internacional por sus repetidas peticiones de interrumpir los bombardeos aéreos. El papa no dejó nada por intentar y sus mensajes llegaron, a través de variopintos canales, hasta Hanói. A pesar del rol dominante de la guerra fría en dicho conflicto, Pablo VI era consciente de que en el conflicto vietnamita se jugaban también otras cuestiones importantes y es significativa la insistencia del papa de promover en este lejano país, a través del Card. Pignedoli, el diálogo entre católicos y budistas, impidiendo así que la guerra cavara una fosa insuperable también entre las diversas religiones. También por esto, su compromiso por la paz constituye todavía hoy una lección muy actual, a pesar de que la guerra fría concluyera hace bastante tiempo.

  1. Europa y la paz: la Conferencia de Helsinki

Desvincularse de toda relación privilegiada con el mundo occidental, de lo que la Iglesia era habitualmente acusada, no significó para Pablo VI descuidar el rol que Occidente, y en particular Europa, podían y debían desarrollar en favor de la paz. Este papa aprobó y sostuvo el proceso de unificación europea con el objetivo prioritario de «promover y tutelar la paz». A partir de las inmensas ruinas provocadas por el conflicto (mundial), recordó muchas veces, se fue desarrollando el diseño europeísta promovido por De Gasperi, Adenauer, Schuman: en ellos, la tragedia de la guerra había suscitado un empuje audaz para realizar lo que, a la luz de la historia precedente, parecía imposible siquiera pensar: la definitiva pacificación franco-alemana. «Todos conocen la trágica historia de nuestro siglo; si una posibilidad existe de impedir que ella se repita, pues bien, nos será ofrecida por la construcción de una Europa pacificada, orgánica, unida».

Europa, además, no podía permanecer cerrada en sí misma: debía ponerse al servicio de la paz en el mundo. Citando a Juan XXIII, Pablo VI encuadró el interés de la Iglesia en relación al Viejo Continente en un más amplio horizonte de «caridad universal», en el contexto de ese diseño de paz al que ligó, en cierta manera, el sentido propio de su pontificado, una «visión […] de la historia contemporánea» que «corresponde a aquel plan de unión y de paz en el que nosotros mismos nos hemos comprometido». El objetivo de una «Europa unida y pacífica», afirmó Pablo VI, representaba un «ideal importante» ya que respondía «a una visión, que nosotros consideramos moderna y sabia, del momento histórico actual, en el que los pueblos viven en una estrecha interdependencia de intereses entre ellos». Con respecto al «drama de los pueblos menos favorecidos», los privilegios de Europa constituían para los europeos un motivo serio de examen de conciencia. Algún año después se solicitó: «El Tercer mundo tiene sus ojos fijos en nosotros. […] ¿Sabremos evitar el replegarnos de manera egoísta sobre nosotros mismos?».

El mismo rol de Europa en favor de la paz en el mundo chocaba, sin embargo, con la persistente contraposición entre el Este y el Oeste que tenía su epicentro justo en el Viejo continente. Europa, por ello, debía ayudar al mundo ayudándose a sí misma y viceversa: las divisiones que le afligían se proyectaban hacia el exterior, y afrontarlas significaría también absolver una parte de sus responsabilidades para con los otros pueblos. En 1968, justo después de la invasión soviética de Checoslovaquia, Pablo VI habló con preocupación de una «atmósfera tenebrosa en Europa que [hasta aquel momento parecía] al reparo de los dramáticos conflictos conocidos en otras regiones», pero afirmó que ello no debía «hacer renunciar a la esperanza de distensión y de paz». Las dificultades que encontraba la Iglesia se le presentaron, cada vez más claramente, como expresión de una crisis más profunda de todo el mundo contemporáneo. Por ello, le pareció que la Iglesia no debía replegarse a las opciones habituales, sino que los cristianos debían renovarse para ofrecer las respuestas que el mundo esperaba de ellos. Se mantuvo fiel al espíritu del Concilio, pero en el nuevo impulso que se percibía al interno de su pontificado a partir del ’72-’73, se advierte un distanciamiento de un optimismo ingenuo y, a trazos, un tanto banal, mientras se acentuaba un sentido cada vez más claro de esperanza cristiana bajo el signo de la cruz. A partir de esos años, el papa parece animado por una nueva energía. Describió la Santa Sede como el robusto timón de la Iglesia en el mundo, y situó en Roma el centro histórico de gran parte del patrimonio espiritual europeo. Después de 1970, además, aunque no realizó ningún viaje intercontinental, su mirada se centró cada vez más en la realidad del mundo contemporáneo. Como ha sugerido Andrea Riccardi, Pablo VI «tuvo la percepción de un renacimiento [de la Iglesia], compartido por pocos […]. Pablo VI sintió la fuerza consoladora de un pueblo creyente que trasciende los proyectos y el gobierno».

En junio de 1972, justo después de la cumbre entre los Estados Unidos y Rusia con la que se iniciaba la superación de las tensiones determinadas por la guerra del Vietnam, declaró: «El cuadrante de nuestra historia marca un tiempo […] que parece propicio para la distensión, para la reconciliación, para la paz […]. El mundo necesita la paz, la paz necesita el amor». Había que evitar el peligro que «la psicología de la humanidad» recayese «en la convicción pesimista de que la paz era imposible». «La paz es posible», afirmó notoriamente en un mensaje el 1 de enero de 1973, proponiendo una sugestiva comparación; al igual que había sido posible derrotar epidemias, analfabetismo, miseria y hambre, también se debía derrotar ahora a la guerra. El papa propuso entonces que las instituciones internacionales constituyeran el instrumento más válido capaz de realizar una paz estable en el mundo y la invitación a todas las naciones para que lo sostuvieran con más fuerza. «La Iglesia católica, por su vocación, es particularmente sensible a esta universalidad. Si la concertación mundial debiera ralentizarse o atrofiarse, dejando las grandes decisiones en las manos de dos o tres potencias, será ante nuestros ojos una regresión y una amenaza». En el décimo aniversario de Pacem in terris Pablo VI llamó la atención sobre las importantes intuiciones de su predecesor, subrayando entre otras cosas la relación entre paz y ecumenismo. En aquella ocasión, trazó un balance del camino recorrido en los últimos diez años, encuadrando su magisterio en la óptica de una pedagogía de la paz, y, pocos días después, evidenció que los Estados pedían a la Santa Sede una acción eficaz de orientación moral.

En este contexto, el beato Giovanni Battista Montini mostró una atención creciente por la celebración de la Conferencia sobre la seguridad en Europa, en Helsinki, en el año 1975, que comprendía a treinta y cinco países tanto occidentales como comunistas. Participó también la Santa Sede. El objetivo principal de la Conferencia era la estabilización definitiva de los límites surgidos tras la II Guerra Mundial, a partir de los existentes entre Alemania y Polonia, por los que Pablo VI se preocupó intensamente. El papa esperaba además que, más allá del Telón de Acero que seguía dividiendo a los Estados, pudiese prevalecer en Europa una enraizada y generalizada koiné cultural, impregnada de cristianismo, más fuerte que la acción disgregadora que los regímenes comunistas perseguían constantemente.  En los años sucesivos, la audaz decisión de Pablo VI de hacer participar a la Santa Sede en la Conferencia de Helsinki fue objeto de reservas y considerada por alguno como un signo de cesión al bloque soviético. Pero los documentos que han salido de los archivos soviéticos después de 1991 han revelado la profunda preocupación de la KGB por la Conferencia de Helsinki y por el proceso de distensión que le acompañó. Además, en la óptica universalista de este pontificado, la Ostpolitik montiniana –que tuvo en Agostino Casaroli a uno de sus principales realizadores– no acometió únicamente la relación entre la Santa Sede y los países comunistas en Europa, sino también el objetivo más amplio de la paz en el mundo entero, y entre sus motivaciones estuvo también la urgencia de cambiar profundamente las relaciones entre el Norte y el Sur del mundo.

  1. Evangelización y paz

En los primeros años de la década de los setenta, Pablo VI amplió su reflexión sobre la paz al terreno de la cuestión ecológica y a las amenazas sobre las fuentes de la vida, como el aire, el agua y los alimentos. El shock petrolífero posterior a la guerra del Kippur le hizo temer que pudiese explotar una lucha terrible entre las grandes potencias por los recursos necesarios para su propio desarrollo. A los temas ya tratados en los años precedentes se unieron también la tutela de las minorías étnicas y la oposición a políticas demográficas cada vez más penosas, el compromiso contra la tortura y en favor de la integridad física y psíquica de las personas. La batalla contra el hambre en el mundo, en tanto, regresó con fuerza para constituirse en una de las principales preocupaciones del pontificado.

Hay quien ha visto en el incesante compromiso de Pablo VI por la paz una manera indirecta de proponer nuevamente el rol de la Iglesia en la realidad internacional. Realmente, su planteamiento fue profundamente evangélico y no instrumental. Lo demuestra la conexión entre evangelización y paz que emerge con fuerza en los últimos años de pontificado. Como es sabido, la perspectiva de una “nueva evangelización” tiene raíces conciliares –es de Juan XXIII la imagen del Concilio como “nuevo Pentecostés”– y a lanzar esta expresión ha sido fundamentalmente Juan Pablo II. Pero se debe a Pablo VI haber colocado el argumento en las primeras preocupaciones de la agenda de la Iglesia. En los años setenta, de hecho, el papa Montini volvió a reflexionar de manera diversa y de forma más profunda sobre el conflicto entre el Norte y el Sur del mundo, al que desde hacía tiempo le parecía estaba ligado el futuro de la paz. Lo reinterpretó como conflicto entre una área rica, avanzada, siempre más consumista que, no obstante, a pesar del creciente bienestar, sufría la tristeza de un gran vacío, y la realidad de «muchas regiones» donde «la suma de sufrimientos físicos y morales se vuelve penosa: tanta gente hambrienta, tantas víctimas de combates estériles, tantos marginados». A pesar de las profundas diferencias entre estas diversas situaciones, en ambos casos prevalecía una angustia y un extravío en el que solo el Evangelio podía constituirse en auténtica respuesta. La evangelización, por ello, constituía también el camino hacia una paz verdadera y estable al enraizarse en el corazón del hombre.

En Evangelii nuntiandi, Montini anheló que «pueda el mundo de nuestro tiempo –que busca ya sea en la angustia, ya sea en la esperanza– recibir la Buena Noticia no de evangelizadores tristes y desanimados, impacientes y ansiosos, sino de ministros del Evangelio cuya vida irradie fervor, siendo ellos, en primer lugar, receptores de la alegría de Cristo». La alegría asumió una relevancia central en las palabras de este papa, a menudo descrito como hamletiano, triste, pesimista. Es el tema de Gaudete in Domino que precede en pocos meses a la Evangelii nuntiandi, ambas de 1975: la alegría de quien anuncia está ligada al contenido de cuanto es anunciado y el mundo necesita de evangelizadores creíbles de la “buena noticia”. Ambos documentos aparecen después del Sínodo de 1974, donde las Iglesias no europeas hicieron sentir con fuerza su propia voz. Los delegados latinoamericanos, en concreto, llegaron a Roma tras un debate intenso e interno de sus Iglesias, y sus intervenciones se concentraron en las relaciones entre evangelización y promoción humana, en la religiosidad popular, en las relaciones entre diálogo y misión, en el rol de las comunidades de base como agentes de evangelización, en los problemas de los jóvenes. En el curso del encuentro, la impostación eurocéntrica fue superada por una vivaz discusión sobre cuestiones como la pobreza, la inculturación, el diálogo con las religiones, los contenidos de la evangelización y el pluralismo teológico. La asamblea en particular discutió la alternativa entre la instancia de preservar la evangelización del compromiso socio-político y la opuesta de unirla estrechamente al empeño político. El trabajo de la asamblea puso de manifiesto una pluralidad de orientaciones, y el relator, el Card. Wojtyla, propuso confiar al papa la síntesis. Nació así la Evangelii nuntiandi, que recogió las múltiples intervenciones sinodales fundiéndolas en una síntesis armoniosa, proponiendo una evangelización renovada en el estilo y en los contenidos, uniendo la alegría de quien anuncia a la riqueza del anuncio.

El Evangelio no se identifica con ninguna cultura, aclaró entonces Pablo VI, pero la evangelización «no puede no servirse» de las culturas. Evangelizar, añadió, no significaba únicamente predicar el Evangelio «en zonas geográficas cada vez más vastas o a poblaciones cada vez más extendidas», sino también «alcanzar y casi desconcertar mediante la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en oposición a la Palabra de Dios y al diseño de la salvación». Es necesario que el Evangelio descienda en profundidad a todas las diversas culturas y las transforme desde el interior. La exhortación apostólica clarificó, además, la relación entre evangelización y liberación, poniendo en evidencia los estrechos lazos antropológicos y teológicos que las unen. La evangelización no sería completa si no contemplase también la liberación del hombre de sus condiciones de pobreza y de sometimiento. Salvación y liberación no debían confundirse, pero tampoco podían separarse.

Evangelii nuntiandi constituyó un mensaje importante para aquellas Iglesias en las que muchas iniciativas favorecían una reducción de la evangelización al solo compromiso socio-político. Para Pablo VI la liberación evangélica no se agotaba en la liberación política,  y sobre la cuestión de la violencia manifestó claramente su condena. Pero, al mismo tiempo, la verdadera paz proporcionada por el Evangelio era incompatible con las condiciones de miseria, sufrimiento e injusticia en las que vivían grandes masas en muchos países del mundo: «Es imposible aceptar que en la evangelización se pueda o se deba descuidar la importancia de los problemas, tan debatidos actualmente, que afectan a la justicia, la liberación, el desarrollo y la paz en el mundo». Particularmente atenta a los argumentos expuestos por los delegados latinoamericanos en el Sínodo, Evangelii nuntiandi tuvo un fuerte impacto en América Latina, donde la violencia revolucionaria y la violencia autoritaria amenazaban gravemente la paz en aquellos años.

Ecos iluminantes de Evangelii nuntiandi, no por casualidad, se reconocen todavía hoy en muchos pronunciamientos del papa Francisco y, en particular, en Evangelii gaudium, en la que Pablo VI es citado explícitamente 26 veces (si bien las referencias implícitas a este papa son todavía más numerosas). De hecho, a la relación entre alegría y evangelización ya se remite en el título de la exhortación programática del papa Francisco, que retoma el nexo propuesto por la Gaudete in Domino de Pablo VI. La exhortación además se hace eco del magisterio de su predecesor cuando recuerda cómo la Iglesia católica ha «servido como mediadora para favorecer la solución de problemas relativos a la paz, la concordia, el ambiente, la defensa de la vida, los derechos humanos y civiles». Evangelii gaudium relanza también un tema muy apreciado por Montini al escribir que la Iglesia «está abierta a la colaboración con todas las autoridades nacionales e internacionales para ocuparse de este bien universal tan grande». «Exhorto a todas las comunidades –escribe finalmente el papa Francisco citando la exhortación apostólica de 1975– a tener una capacidad siempre vigilante para estudiar los signos de los tiempos».

La sintonía más profunda entre Evangelii nuntiandi y Evangelii gaudium emerge sobre todo en la unión, sostenida por ambas, entre evangelización y paz. Se lee por ejemplo en esta última que «Cristo ha unificado todo en Sí: cielo y tierra, Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y espíritu, persona y sociedad. El signo distintivo de esta unidad y reconciliación de todo en Sí es la paz. Cristo “es nuestra paz” (Ef 2, 14)». Al igual que el papa Montini, el papa Francisco está convencido de que el Evangelio habla a todo el hombre y a todos los hombres, y que el «anuncio de paz no es el de una paz negociada, sino la convicción de que la unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades. Supera cualquier conflicto en una nueva y prometedora síntesis».

Madrid, 14 de octubre de 2016

Emmo. Sr. Cardenal Pietro Parolin

Secretario de Estado de la Santa Sede