Tribunas

Cuestiones sociales y éticas sobre el trabajo

Salvador Bernal

La ética social no sale bien parada cuando se estudian algunas cuestiones laborales. En buena medida, por la complejidad de los problemas. Lo venía pensando en el contexto del quinto centenario de la Reforma, tantas veces mencionada para subrayar supuestas diferencias sobre el sentido del trabajo con la doctrina católica. Y le he dado más vueltas a raíz de la noticia reciente de la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en relación con España: establece que un trabajador interino tiene derecho a la misma indemnización al finalizar su contrato que la de un trabajador con contrato indefinido. Supondría una equiparación con los contratos temporales.

No conozco aún el texto de la decisión. Al parecer, se refiere también a exigencias jurídicas respecto de la interinidad en las Administraciones públicas. Habrá que leer el documento. Pero, de entrada, podría reflejar esa flagrante dicotomía que se da, desde tiempo inmemorial, entre lo que se exige al ciudadano común, especialmente si es empresario, y lo que viven las autoridades cuando actúan como “empleadores” fuera del marco del funcionariado. No es fácil evitar de hecho la corruptela que lleva a usar “desviadamente” los contratos eventuales, porque aplican la fórmula a fines distintos de los previstos legalmente.

La sociedad irá mejor cuando prescinda de la ley del embudo. Ciertamente, el trabajo en las Administraciones debe regirse por reglas diversas de las laborales, para asegurar independencia y continuidad en el ejercicio de la función pública. Pero sin eximirse de ineludibles garantías, cuyo incumplimiento no se toleraría a un empresario. Si no, se produce la incongruencia de aumentar la flexibilidad en el ámbito administrativo, mientras se atacan maniqueamente ineludibles reformas, como si procedieran de una torva y oscura insolidaridad.

La ética debería preceder y acompañar a la política en el tratamiento del trabajo en un mundo globalizado, con periódicas crisis económicas y una evolución trepidante de las condiciones laborales, en gran parte, consecuencia de la revolución tecnológica de los últimos años.

Algunos aspectos son permanentes, casi endémicos, al menos en ciertos países europeos: el desempleo de los jóvenes. Desde la estricta perspectiva de la eficiencia, no hay salida posible, como tantas veces ha señalado el papa Francisco con términos y enfoques diversos. Lógicamente, sin entrar en soluciones técnicas concretas, pero con un planteamiento exigente de los fines humanos presentes en la vida social de las naciones.

De ahí la necesidad de repensar los problemas. Ciertamente, las nuevas tecnologías arrumban empleos. Pero crean otros, y cada vez son más necesarios –quizá insustituibles- los trabajos personales en la educación, la justicia, la cultura o los servicios de proximidad (guarderías, ayudas a domicilio, diversos apoyos sociales).

En esos campos, hay cancha abundante para el trabajo de los más jóvenes, con una justificada temporalidad, indispensable para adquirir experiencia y mejorar la propia formación profesional. No es tópico afirmar que el futuro será de quien innove. La velocidad del cambio exige a personas individuales y empresas –con permiso del Estado y de los sindicatos- una especial capacidad de adoptar enfoques nuevos. Muchas empresas se ven abocadas a reducir efectivos, mientras otras necesitan aumentar sus plantillas. Se ha escrito que, tal vez, sólo un 20% puedan seguir en los próximos años con sus dimensiones actuales. Algo semejante sucede con la cualificación profesional de los ciudadanos. Al cabo, es la persona quien saca adelante empresas e instituciones, con su capacidad de innovar o, al menos, de adaptarse a los cambios, sin miedo a la libertad.

Hará falta flexibilidad, ductilidad, también para superar el creciente estrés personal y social derivado del trabajo: por el ambiente laboral, por las condiciones reales del empleo, o por no tenerlo y fracasar en la búsqueda.

Preciso será también adaptar el modo teológico de abordar el trabajo desde la doctrina social de la Iglesia, para precisar mejor las exigencias de la dignidad humana en una economía cambiante, no estacional. Está en juego una de las enseñanzas centrales del Concilio Vaticano II: la llamada universal a la santidad. También hay que vivirla en trabajos ocasionales, fragmentarios o, incluso, microscópicos para el conjunto de las relaciones humanas. En tiempos de máxima división del trabajo, no se puede pensar teológicamente en términos de artesanía.