En la audiencia de este miércoles, 2 de septiembre, el papa
Francisco se refirió a la familia como transmisora de la fe y
a su modo de vivir esta responsabilidad.
El Pontífice
subrayó que la alianza de la familia con Dios está llamada hoy
a contrastar la desertificación comunitaria de la ciudad
moderna, porque ninguna ingeniería económica y política es
capaz de sustituir esta aportación de las familias.
“El proyecto de Babel --dijo-- edifica rascacielos sin
vida. Mientras el Espíritu de Dios, en cambio, hace florecer
los desiertos. Debemos salir de las torres y de las cámaras
blindadas de las élites, para frecuentar nuevamente las casas
y los espacios abiertos a las multitudes”.
Publicamos a continuación la catequesis del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este último tramo de nuestro camino de catequesis sobre
la familia, abrimos la mirada sobre el modo en que ella vive
la responsabilidad de comunicar la fe, de transmitir
la fe, sea en su interior como al exterior.
En un primer momento, nos pueden venir a la mente algunas
expresiones evangélicas que parecen contraponer los vínculos
de la familia y el seguimiento de Jesús. Por ejemplo, aquellas
palabras fuertes que todos conocemos y hemos escuchado: “El
que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de
mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno
de mí; el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”.
Naturalmente, ¡Jesús no quiere anular el cuarto mandamiento
con esto! Se trata del primer gran mandamiento hacia las
personas. Los tres primeros están en relación con Dios, este
en relación con las personas… ¡es grande! Y ni siquiera
podemos pensar que el Señor, después de haber realizado su
primer milagro para los esposos de Caná, después de haber
consagrado el vínculo conyugal entre el hombre y la mujer,
después de haber restituido a los hijos y las hijas a la vida
familiar, ¡nos pida ser insensibles a estos vínculos! Esa no
es la explicación, ¡no! Al contrario, cuando Jesús afirma la
primacía de la fe en Dios, no encuentra una comparación más
significativa que la de los afectos familiares. Y, por otro
lado, estos mismos vínculos familiares, dentro de la
experiencia de fe y del amor de Dios, se transforman, son
“llenados” de un sentido más grande y son capaces de
trascender a sí mismos, para crear una paternidad y una
maternidad más amplias, y para acoger como hermanos y hermanas
también aquellos que están al margen de cualquier vínculo. Un
día, a quien le dijo que afuera estaban su madre y sus
hermanos que lo buscaban, Jesús respondió, indicando a sus
discípulos: “¡Estos son mi madre y mis hermanos! Porque el que
hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi
madre”.
La sabiduría de los afectos que no se compran y no se
venden es la mejor dote del genio familiar. Especialmente en
la familia aprendemos a crecer en aquella atmósfera de la
sabiduría de los afectos. Su “gramática” se aprende allí, de
otra manera es muy difícil aprenderla. Y es precisamente este
lenguaje a través del cual Dios se hace comprender por todos.
La invitación a poner los vínculos familiares en el ámbito
de la obediencia de la fe y de la alianza con el Señor no los
mortifica; al contrario, los protege, los desvincula del
egoísmo, los protege de la degradación, los lleva a un lugar
seguro para la vida que no muere. La fluidez de un estilo
familiar en las relaciones humanas es una bendición para
los pueblos: devuelve la esperanza a la tierra. Cuando
los afectos familiares se dejan convertir al testimonio del
Evangelio, son capaces de cosas impensables, que hacen tocar
con la mano las obras que Dios realiza en la historia, como
aquellas que Jesús ha hecho para los hombres, las mujeres, los
niños que ha encontrado. Una sola sonrisa milagrosamente
arrancada a la desesperación de un niño abandonado, que vuelve
a vivir, nos explica el modo de actuar de Dios en el mundo más
que mil tratados teológicos. Un solo hombre y una sola mujer,
capaces de arriesgar y de sacrificarse por un hijo de otros, y
no solo por el propio, nos explican cosas del amor que muchos
científicos no comprenden más.
Donde están estos afectos familiares brotan estos gestos
del corazón que nos hablan más fuerte que las palabras, el
gesto del amor, esto hace pensar. La familia que responde a la
llamada de Jesús devuelve la dirección del mundo a la
alianza del hombre y de la mujer con Dios. Piensen en el
desarrollo de este testimonio, hoy. Imaginemos que el timón de
la historia (de la sociedad, de la economía, de la política)
sea entregado --¡por fin!-- a la alianza del hombre y de la
mujer, para que lo gobiernen con la mirada dirigida a la
generación que viene. Los temas de la tierra y de la casa, de
la economía y del trabajo, ¡tocarían una música muy diferente!
Si volvemos a dar protagonismo --a partir de la Iglesia-- a
la familia que escucha la Palabra de Dios y la pone en
práctica, nos transformaremos como el vino bueno de las bodas
de Caná, ¡fermentaremos como la levadura de Dios!
En efecto, la alianza de la familia con Dios está llamada
hoy a contrarrestar la desertificación comunitaria de la
ciudad moderna. Pero nuestras ciudades se han desertificado
por falta de amor, por falta de sonrisas. Muchas diversiones,
muchas, muchas cosas para perder el tiempo, para hacer reír,
pero falta el amor. Y es especialmente la familia, y es
¡especialmente la familia! aquel papá, aquella mamá que
trabajan y con los niños… La sonrisa de una familia es capaz
de vencer esta desertificación de nuestras ciudades y esta es
la victoria del amor de la familia. Ninguna ingeniería
económica y política es capaz de reemplazar esta aportación de
las familias. El proyecto de Babel edifica rascacielos sin
vida. El Espíritu de Dios, en cambio, hace florecer los
desiertos. Debemos salir de las torres y de las cámaras
blindadas de las élites, para frecuentar de nuevo las casas y
los espacios abiertos a las multitudes. Abiertos al amor de la
familia.
La comunión de los carismas --los donados al Sacramento del
matrimonio y los concedidos a la consagración para el Reino de
Dios-- está destinada a transformar la Iglesia en un lugar
plenamente familiar para el encuentro con Dios. Vamos hacia
adelante en este camino, no perdamos la esperanza, donde hay
una familia con amor, esa familia es capaz de calentar el
corazón de toda una ciudad, con su testimonio de amor.
Recen por mí, recemos los unos por los otros, para que
seamos capaces de reconocer y de sostener las visitas de Dios.
¡El Espíritu traerá el alegre desorden en las familias
cristianas, y la ciudad del hombre saldrá de la depresión!
Gracias.
(Texto traducido y transcrito del audio por ZENIT)
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