A punto de ser beatificado en 2007, Benedicto XVI ensalzó su
«caridad intelectual», y el cardenal Saraiva lo calificó como
un «gigante de la cultura». Rosmini fue un abanderado de la
unidad entre fe y razón, y ello le acarreó un singular
calvario. Nació en Rovereto, Italia, el 24 de marzo de 1797.
Pertenecía a una noble y acomodada familia. El hecho de ser
bautizado al día siguiente, en la festividad de la
Anunciación, tuvo gran relieve para él:
«Con el darme Dios
el privilegio de nacer a la gracia en la festividad de María,
mostró el querer dármela por mi Madre y Protectora. Pueda yo
corresponderle y amarla, como me propongo por la eternidad».
Este signo rubricó momentos específicos de su vida.
En el
hogar reinaba la piedad. Dios bendijo a los padres con el
compromiso religioso de la primogénita, que fue canossiana, y
el beato, segundo en orden de nacimiento. Al último, más
distante de la fe, no le faltó la comprensión de sus hermanos.
Para Antonio, su tío paterno Ambrogio, un reputado arquitecto
y pintor, fue un referente importante en su formación, aunque
él a los 5 años sabía leer y escribir; aprendió con la Biblia,
las actas de los mártires y las vidas de santos. Sus padres
alentaron su afán por el estudio y la investigación, ya
notorios cuando tenía 7 años. A los 15, aunando este amor a
los libros con la vida espiritual, fundó la academia «Vannettiana»;
en ella los niños compartían estudio, caridad y oración.
A los 16 años se despertó su vocación sacerdotal, un ideal
que mantuvo aunque no fue compartido por su familia
inicialmente. Estudió en la universidad de Padua y allí mostró
unas cualidades excepcionales para penetrar en los entresijos
de la ciencia y de las humanidades. Era experto conocedor de
un amplio abanico de disciplinas que incluían: filosofía,
política, derecho, educación, ciencia, psicología y arte.
Precisamente su vasto conocimiento le mostró con nítida
claridad que ninguna de ellas constituía un peligro para la
fe, sino que, más bien, eran «unas aliadas necesarias», como
subrayó Juan Pablo II en 1998.
Fue ordenado sacerdote en 1821. Asumió su ministerio con
claras y santas ideas. «El sacerdote debe ser un hombre
nuevo: vivir en el cielo con el corazón y la mente,
conversando siempre con Cristo; regresar del altar un santo,
un apóstol, un hombre lleno de Dios. Debe avanzar en todas las
virtudes, ser el primero en amar el trabajo duro, la
humillación, el sufrimiento..., un modelo de perfecta
obediencia, debe vivir la caridad para con el prójimo como una
llama que prende fuego a todo el mundo». Oración,
estudio, caridad… fueron la tónica de sus jornadas. Pío VIII
le animó a que se dedicara a escribir y dejase en segundo
lugar la vida activa. Alessandro Manzini, escritor y poeta,
entrañable amigo de Antonio, no ocultó su admiración por él.
Dijo que «era una de las cinco o seis más altas
inteligencias filosóficas que Dios había brindado a la
Humanidad». Además, no solo tenía talento. Era un hombre
prudente, íntegro, dispuesto, sobre todo, a cumplir la
voluntad de Dios; daba pruebas de su vocación y vivía en
comunión con la Sede Apostólica; todo ello fue resaltado por
Gregorio XVI en su Carta In sublimi de 1839.
Impulsó la Enciclopedia cristiana, que contrapuso a la
francesa, y la Sociedad de los amigos para la animación
cristiana de la sociedad. Aunque estas obras no tuvieron
excesiva trascendencia, de algún modo ratificaron su anhelo de
poner al servicio de los demás todo lo que poseía, esperando
que pudiera servirles de ayuda. Ello incluía su asistencia
espiritual, la donación de los bienes materiales y su bagaje
intelectual, porque sabía que era un fecundo instrumento
apostólico. Es decir, una magnífica trilogía en la que su
caridad evidenciaba destellos espirituales, materiales e
intelectuales. Mantuvo una ingente correspondencia epistolar
que ha sido recogida en trece volúmenes. Su actividad era
admirable. No solo fundó dos institutos masculino y femenino,
el de la Caridad, y el de las Hermanas de la Providencia; su
intensa labor intelectual le condujo a la creación de un nuevo
sistema filosófico. En 1848 desempeñó una misión diplomática
para el gobierno piamontés ante la Santa Sede, pero renunció
debido a su rotunda discrepancia con los intereses políticos
de aquél.
Su creación intelectual estuvo en el punto de mira del
Magisterio de la Iglesia, y ello motivó su exilio a Gaeta ese
mismo año de 1848 junto a Pío IX, del que fue su consejero. En
1849 cayó en desgracia ante el pontífice y regresó al norte de
Italia. Supo por el camino que dos de sus obras se habían
incluido en el Índice de libros prohibidos; detrás
hubo un maquiavélico entramado de rencillas. Sufrió
humillaciones y persecución con el espíritu de un fiel hijo de
Dios y de la Iglesia, viviendo heroicamente la caridad y la
humildad. Según sus palabras: solía «mirar las cosas desde lo
alto». Había sido designado cardenal, pero nunca fue
consagrado como tal. El centro de su espiritualidad, de
innegable influencia mariana, fue: «el Principio de
disponibilidad» a la voluntad de Dios en un doble movimiento:
1) No hacer obra exterior alguna por mi cuenta, sino
purificarme, orar y esperar el signo que es voluntad de Dios.
2) No rechazar nada de todo lo que la voluntad de Dios me pide
a través de las circunstancias. Bíblicamente: «Dejarme llevar
por el Espíritu de Dios» (Rm 8,14).
El proceso sobre su obra le acompañó hasta el final. Mostró
su convencimiento de que todo estaba en manos de Dios,
asegurando que él se sentía «bastante inútil». Murió en Stresa
el 1 de julio de 1855. En 1887 cuarenta proposiciones suyas
contenidas en diversas obras publicadas e inéditas fueron
condenadas con el decreto doctrinal, Post obitum, de
la Sagrada Congregación del Santo Oficio. Pero su obra fue
valorada en el Concilio Vaticano II y su condena se revocó en
2001. Benedicto XVI lo beatificó el 18 de noviembre de 2007.