No es la primera vez que un integrante de la vida santa
descubre el auténtico sendero de su vocación después de haber
recorrido otros. María Teresa Mastena vivió esta experiencia.
Nació en Bovolone, Verona, Italia, el 7 de diciembre de 1881.
Fue la primogénita de siete hermanos. Su padre Giulio, que
regentaba una tienda de comestibles, y su madre María Antonia,
que ejercía como maestra infantil en una escuela, les dieron
una formación en la fe tan sólida que recibieron la gracia de
ver cómo se consagraban dos de ellos porque Emilio Tarsicio,
el penúltimo, fue capuchino. Además, otra de las hermanas,
Magdalena, fue terciaria capuchina. Antes de cumplir 10 años
en nota escrita prometió a Dios su virginidad, lógica salida
para una niña que recordaba sentirse inmersa en Él hacia los 3
años.
La primera comunión en 1801 fue un instante lleno de
resonancias místicas. A los 14 mostró su deseo de ingresar en
el convento, pero la edad le obligó a demorar su ingreso,
hasta que en 1901 las Hermanas de la Misericordia la acogieron
en la comunidad. Se caracterizó por su piedad; ya guardaba
dentro de su corazón una intensa devoción por el rostro de
Cristo, cuya imagen plasmada en una antigua pintura se había
acostumbrado a venerar en su casa paterna.
Percibía en su interior la llamada a una progresiva
conversión, y el 11 de abril de 1903, fecha en la que Gemma
Galgani entraba en la gloria, Teresa se unía místicamente sin
saberlo a quienes, como esta pasionista, habían entregado su
vida a Dios ofreciéndose en holocausto. Gemma murió
custodiando su integridad, en aras de la pureza. Teresa,
autorizada por sus superiores, quiso pronunciar ese día el
voto privado de hacerse víctima. Profesó a finales de octubre
de ese año tomando el nombre de Passitea del Niño Jesús. En
1905 finalizó los estudios de magisterio y en 1907 fue
habilitada para impartir clases elementales. Estaba capacitada
para asistir a niños enfermos, que fueron objeto de su
enseñanza, fundamentalmente. Ejerció la docencia en Miane,
mientras asumía la misión de superiora.
Su sed de progresar en el amor iba in crescendo, y
en 1915 obtuvo el permiso del prelado monseñor Caroli para
añadir nuevo voto a su vida: el de perseguir en todo lo más
perfecto. En Miane hubo personas generosas que con sus
aportaciones le permitieron abrir un centro-asilo para niños,
un orfanato, una escuela y un club social. Hasta ese momento
no había manifestado abiertamente lo que bullía en su
interior. Estaba agradecida por todo lo que había aprendido
junto a las Hermanas, pero no terminaba de encajar en ese
carisma. Por eso, en 1927 ingresó con las religiosas
cistercienses de San Giacomo di Veglia. Fue en este lugar
donde al profesar tomó el nombre de María Pía. Pero lejos de
la necesaria estabilidad humana y espiritual que perseguía, no
tardó en darse cuenta de que la clausura tampoco era para
ella. Y, de acuerdo con el prelado de Vittorio Veneto,
monseñor Eugenio Beccegato, a finales de ese mismo año retornó
a las aulas. Su decisión no fue comprendida; algunos de los
que le prestaron apoyo, se pusieron en contra; fue objeto de
críticas y represalias.
Impartió clases en Miane, Carpesica y San Fior. Su
creatividad apostólica no estaba agotada: abrió un asilo, un
comedor para niños sin recursos, y un taller. Sin olvidarse ni
un segundo del voto de buscar siempre lo más perfecto tenía
presente poner «toda la atención en ejercitar la santa
indiferencia en todas las cosas» dando vía única a dos
expresiones «el Fiat y el Deo gratias» tanto
en las situaciones adversas, las que revistieran gravedad,
como en los instantes felices.
Generalmente las obras destinadas a dar gloria a Dios no
surgen sin más. En su origen hay todo un ejercicio de entrega
de quien las impulsa: aflicción por las necesidades de los
demás, que se anteponen a las particulares, un torrente de
pasión incontenible que tiembla ante el despilfarro de la
gracia divina, y un punzante anhelo de dejarse la vida
literalmente, si es preciso, sembrando la semilla del
evangelio por cualquier recodo. Si se ha contemplado el rostro
de Dios en el otro, queda desterrado el legítimo descanso.
Falta tiempo para atender al prójimo, para desgastarse en aras
de ese amor incomparable que corre por las venas. Un apóstol
no quiere ni pensar que tan solo uno de sus hermanos se
pierda. Teresa había experimentado el sentimiento evangélico
de ver en ellos al mismo Cristo. Por eso, mientras enseñaba
dio los pasos oportunos para instituir una nueva fundación,
materializada en 1930 en San Fior, y que implícitamente acogía
estas vivencias de las que daba cuenta con su heroico
quehacer.
Benedicto XVI, en la ceremonia de beatificación el 13 de
noviembre de 2005, sintetizó sus elevados afanes con estas
palabras: «...conquistada por el Rostro de Cristo, asimilo
los sentimientos de dulce premura del Hijo de Dios hacia la
humanidad desfigurada por el pecado, y lo concretó en gestos
de compasión y después proyecto un Instituto con la finalidad
de propagar, reparar, devolver la imagen del dulce Jesús en
las almas». Su íntimo deseo era: «cada acto que
realice con mis manos sea un trabajo continuo en torno al
Corazón dulcísimo de mi Jesús...». Este Instituto de la
Santa Faz tendría la finalidad de «... propagar, reparar y
restaurar la imagen amable de Jesús en las almas».
En 1933 la beata instituyó la «Pía obra de socorro», y en
1936 abandonó la docencia. Entre tanto seguía con los trámites
para el reconocimiento de su institución que llegó en 1947
después de haber sido recibida en audiencia por Pío XII en
varias ocasiones. Al año siguiente se celebró el primer
capítulo en el que salió elegida superiora general de forma
unánime. Pero no pudo permanecer mucho tiempo en este oficio.
Padecía diabetes, angina de pecho e hipertensión. En abril de
1951 sufrió un infarto; fue un aviso. El 28 de junio de ese
año en Roma una nueva parada cardiaca terminó con su vida.
Desde ese momento contemplaría, cara a cara y para siempre, el
rostro de Dios.