4.10.11
Según el Diccionario de la Real Academia Española un “prejuicio” es una “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal”.
En realidad, sabemos – lo que se dice “saber” - muy pocas cosas. En la mayoría de los asuntos nos limitamos a opinar con menor o mayor acierto. Elaboramos un dictamen acerca de algo o de alguien – lo hagamos público o lo reservemos para nuestro uso interno – en base a muchos factores: si nos gusta el tema o no, si nos cae bien la persona o no, si nos han hablado bien de ese tema o de esa persona o, por el contrario, nos han contado las peores cosas, sobre el tema o sobre la persona.
Siempre hay elementos “previos”, anticipados, que van por delante. De algún modo, somos como exploradores que, por la intuición, la costumbre o por los mapas que otros han trazado, necesitamos orientarnos mínimamente.
Pensemos en un alimento y supongamos que no somos expertos en nutrición. ¿Es bueno para la salud o contraproducente? ¿Engorda o ayuda a mantener el peso? Nuestra mente necesita seguir alguna especie de hilo conductor. Si los científicos, los medios de comunicación, las personas famosas y aquellos a quienes admiramos de algún modo nos dijesen, pongamos por caso, que las fresas son lo mejor de lo mejor, apenas dudaríamos a la hora de comer fresas. Y, por el contrario, estaríamos dispuestos a repudiarlas si según los expertos, los periodistas y las celebridades de turno las fresas fuesen, al final, presentadas como una especie de veneno.
Los prejuicios son tenaces. Se adhieren a uno como lapas y no se desprenden ni con agua caliente. Es muy difícil levantarse cada día y tener que reinterpretar el mundo. El mundo es, o percibo que es, más o menos lo mismo que percibía ayer. Tendría que producirse un choque, un descubrimiento o un desengaño para que llegase a modificar mis rutinas. Si estoy muy persuadido de que el martes y trece es un día malo, seguiré pensándolo en principio, salvo que justamente un martes y trece me toque el premio gordo de la lotería.
También son desfavorables. Hemos crecido en la llamada “cultura de la sospecha”. “Piensa mal, se dice, y acertarás”. Una cierta sospecha puede ser razonable, en el sentido de servir como barrera y contención frente a la vana credulidad. Pero la sospecha por sistema es irracional y, en la práctica, imposible. Jamás tomaría un medicamento si sospechase siempre del médico. Jamás daría mi amistad si creyese que nadie puede corresponder, siquiera mínimamente, a ella. Jamás me fiaría de nadie si estimase que todo el mundo miente y traiciona. Pero si me comportase así, no podría ni salir de casa.
La realidad, y la propia experiencia, se imponen. Si uno tiene sed, bebe, si cree mínimamente que el agua es potable. Si tiene hambre, come, sin analizar en un laboratorio el plato que nos sirven en un restaurante.
El cúmulo de prejuicios crece en relación con lo que se conoce mal. Fácilmente tenemos, o tendemos a tener, más prejuicios sobre los extranjeros que sobre los connacionales. En gran medida, porque al “otro” lo conocemos menos y peor.
Pues bien, la definición de “prejuicio” me ayuda a entender las reservas, las dificultades y hasta los odios que algunos sienten hacia la Iglesia. Lo que se dice de ella, por parte de quienes tienen el poder para convertir la propia opinión en dominante, no es bueno. Ese peso adverso, que flota en el ambiente, penetra en los pulmones de los que lo respiran y se convierte, de modo automático, en una especie de cáncer arduo de vencer.
La Iglesia se enfrenta a un reto muy difícil: darse a conocer y disipar, en lo posible, los prejuicios en su contra.
Guillermo Juan Morado.